El Arenal Perdido (1958)

El Arenal Perdido fue publicado diez años después de Madura Soledad un 24 de julio de 1958 en los Establecimientos Gráficos E. G. L. H. Uno de los poemas en la presente obra —»País de Siempre»— fue distinguido con el Primer Premio en las Jornadas Interamericanas de Poesía, realizadas en Montevideo, Uruguay en el mismo año.

Esta obra cuenta con treinta y siete poemas, que se han publicado respetando el orden intencionado por la autora, y una ilustración original en la portada del libro, que se encontrará en nuestra galería, remasterizada.

INTRODUCCIÓN.

Desde su primer libro de poemas, Madura Soledad —publicado en 1949 y señalado con la faja de honor de la S.A.D.E.—, Emma de Cartosio se perfiló ya con las promisorias cualidades de quien, ricamente dotada de sensibilidad e imaginación, podía ofrecernos, con el andar del tiempo, esplendidos frutos. El lapso transcurrido desde entonces acá ha corroborado plenamente nuestras presunciones con los frutos sazonados y densos, de una entrega que constituye la cabal expresión de una experiencia vital acendrada por el sentimiento y transfigurada por la imagen. El Arenal Perdido es, en su dimensión más carnal y emotiva, la recuperación, en el sentido proustiano, de ese incomparable temps perdu de la niñez dichosa y maravillada en el fragante y verde litoral provinciano, en esa tierra dulce ondulante de ríos, colinas y arboledas donde el abuelo extranjero eligió, para forjar su destino, “el canto rojo y azul de los hierros”. Como aquel “perdido arenal parpadeante” que, en un mediodía de verano, con pupilas absortas, la “Niña del retrato” mira una vez, sólo una vez, y no volvió a encontrar jamás, un tumulto de vida impetuosa fue creciendo también, desde el leve susurro hasta el grito, en el corazón acidulado por la nostalgia de un ayer inasible. Y es tal el sortilegio de aquella visión instantánea, fulgurante y cegadora, que no sólo se inscribe como un santo y seña, como una cifra mágica, sino que pareciera despertar a su conjuro la inquietud de una búsqueda apasionada en pos de Alguien o algo —¿Dios o lo absoluto?—, desconocido y misterioso, que se intuye y se oculta más allá del rutilante juego de las imágenes. Referencias extremas, postulaciones esenciales de una poesía entrañable sutil, tejida con pulsaciones y arabescos, de trama fuerte y delicada, libre de ataduras y abalorios caducos.

César Rosales1

“La Nación”, Buenos Aires, 1948


A una bella, amplísima e insomne frente de mujer.
A unas manos corroídas por los ácidos
de las dos vocaciones que dignamente cumplían:
químico y hombre.
A mis padres.


POEMAS.

CASA NUESTRA

Para ti, casa nuestra, y para mí, tu único fantasma vivo,
hoy es el día de tus muertos.
Hoy casa nuestra, llega una de tus niñas con su recién nacida;
te trae los felices llantos del hambre, la sed y la ternura diferente del
que silencia la taza, el sillón, la brocha de afeitar que como fieles
bestezuelas esperan, en la actitud de siempre, el retorno del amo.

Hoy, casa nuestra, la madre plegará las cortinas de tu habitación
más humana porque en ella sufrió alguien la fatiga de ser dolor.
Sólo dolor que se echará a vivir entre el verde y el azul del viento.
La habitación que ha olvidado que en el mundo nacen niños y esperanzas,
que la luz tiene más derecho que la llama de alcohol a los espejos
encanecidos por el luminoso vaivén de las jeringas y el gris de las palabras.

Para mí, casa nuestra, hoy es el día de tus muertos;
dos niñas rubias en delantal blanco,
la primera campana oliendo a leche y la segunda
a pan tostado; enero y sus chicharras; las noches de luciérnagas
y ese silencio, lustroso y saltarín, que grillaba tus rincones.

Dos niñas rubias cabalgando tus rodillas de césped,
tus hombros de zinc hasta el atardecer en que coqueta y melancólica,
casa nuestra, lucías tus voiles de muchacha en los balcones provincianos.
Dos bocas adolescentes eligiendo rojos y tú, virtuosos grises para
tus formas de matrona que indulgentemente recogía, por ahí,
un pañuelo, un fervor… íntimas cosas que echábamos de menos
demasiado tarde, cuando te amaban más a ti que a nosotros;
cuando ya, casa nuestra, el pañuelo, el fervor… pertenecían a
fantasmas que un día bajarán con los nuestros y para siempre los
párpados que han de abrirse a la tierra, al más allá;
tal vez a la auténtica mirada íntima que traemos al nacer
y el tiempo y el espacio ciegan.

Para ti casa nuestra y para mí, hoy es el día de tus muertos.
El día de resignarse a que vivir es un verbo,
como todos, con tres tiempos.


NIÑA DEL RETRATO

Hay horas de sillones y zaguanes curiosos en los pueblos;
hay diarios que anuncian el nombre de los niños nacientes;
hay mujeres de balcón y misas recostadas sobre el ayer;
hay una casa con malvones, nietos de los que tú plantarás;
hay espacio y tiempo para ti, niña rubia del retrato
que busco en mi sangre, en la tierra litoral y la nostalgia.

Tienes un oso maltrecho junto a tu corazón de hilo
celeste, en el que abejas invisibles anidan y elaboran
salvaje miel de antiguos veranos luminosos.
El flequillo oro sobre las pupilas absortas
en el mediodía de un perdido arenal parpadeante
que te miró de frente y fijo una vez, sólo una vez,
cuando a través de ti posó virgen y desnuda la vida
ante el siempre insomne ojo de su dorada eternidad.
Pero aunque inhallable el arenal fue creciendo
dentro de ti hasta el grito azul que en mirada, inocente
pero inflexible como la de Aquel a cuya memoria
tu olvido la confiara, nombra a la niña que en mi sangre.
Resbala por el corredor de las arterias, curioseando
los sombríos rincones de nervios a los que no teme,
bebiendo de vasos capilares y directamente del corazón
el zumo, ya dulce, ya amargo, de la soledad en primavera.

Pero la niña que infatigablemente renueva mi sangre
busca entre las cosas y los fantasmas la respuesta,
que a la otra, a la pequeña criatura sabia del retrato,
le llegaba como un sueño plácido entre pesadillas.
Recorro descalza el verano litoral y me concentro
en piel bajo el sol de la costra mientras mis párpados
aguardan el santo y seña del reverbero que anuncie,
niña rubia del retrato, tu retorno en bienvenida.

Pasa el ayer con inmóvil rostro de muñeca;
pasan la dicha, el dolor, la verdad y el río;
aprieto más y más los párpados.
Pasan el amor, la angustia y las horas;
aprieto más y más los párpados.
A lágrimas conjura la ceguera que le impongo,
la habitual niña que bebe en mi sangre.
A lágrimas te recupero en nostalgia, criatura,
absorta criatura celeste del retrato.


MADRE

A veces
te quedas así.
La cabeza al sesgo
y la gracia inmóvil,
concentrada en sí misma,
como si Dios se demorase en
mirar desde tu rostro a esta hija tuya.

Detenida
en tu ayer de muchacha
aunque ya no se cierre la mano
del compañero sobre las tuyas y hayas
olvidado la luz de los tilos en noviembre
y aquella ciudad que abría diagonales para
ti, estudiante enamorada para siempre de mi padre.


A TI, PADRE

Tu natural respeto ante lo cósmico establecido
te reintegró en la estación exacta.
Cuando los árboles devuelven sus hojas a la tierra,
la primera luz se demora y la postrer se anticipa,
y el aire se herrumbra como un objeto
cualquiera olvidado a la intemperie.
Partiste en otoño.
¿Qué otro verde que el adormecido?
¿Qué otro cielo que el azul lila?
¿Qué otra luz que la esbozada?
¿Qué otro dolor que este mío, diferente
de todo otro dolor?
Este dolor parco y profundo como un aljibe,
brocal discreto, hondura prolongada.
Un dolor que se va a la infancia a buscar
palotes que dibujen tu recuerdo
y se inventa rodillas que fijan
la Cruz del Sur que las otras le enseñaron.
¿Qué otro dolor que éste,
ojos secos y llanto en palabras,
por ti, tan amante
de lo matemáticamente justo y
de lo matemáticamente verdadero?
¿Qué más numeral dolor puedo ofrecerte, padre?
Un dolor sensato como tú,
sin desmesura y sin hendija.
Un dolor que responde a tu sentido de la vida
y no al mío, apasionado.

Pero mi dolor adulto entrecasa,
se aniña cuando sale;
y por un relámpago de lentes,
el parpadear de una sonrisa,
el perfil de una voz
dispersos por esquinas y calzadas,
recupera tu rostro y mi esperanza.
Cuando mi dolor traspone el común umbral
ya es adolescente y exige
tu presencia en la casa.
Y el breve timbre no suena,
el cancel no anuncia,
el perro gime,
la sirvienta calla.
¿Qué mantel para el almuerzo
si todos añoran tus manos?
¿Qué voz para la madre
si todos gritan tu sangre?
¿Qué sillón?
¿Qué puerta?
¿Qué libro?
¿Qué árbol…?

Desde el día de tu ausencia
tengo pasado.
Ya la infancia es un ayer
en mi hoy encanecido;
un ayer
que tu muerte eterniza.


ALMUERZO

Almorzar juntos, hermano, es mirar de nuevo
aquel paraíso con que tú y yo en nietos
bendijimos la tierra de una casa desaparecida.
Después de innúmeros solitarios juegos, he aquí
el compartido de un mirarse a los antiguos ojos
claros, azules cornisas vencedoras del pertinaz
hollín que agobia al júbilo de la carne.
Crecido por temblores, dudas, bocas y elementos
el doliente granito de nuestros labios recuerda
la ternura que subía con el humo de la sopa
en un comedor sin ayer y con mañana.
En tu mano izquierda: una alianza de oro.
En mi mano izquierda: una alianza de oro.

Cuánto tiempo viéndonos sin vernos, hermano;
cuánto azul medianero, ojos a ojos, derruido
a diario por prójimas miradas; que de amor
en sal de marino viento, oxidante e invisible.

Tú y yo sabemos que Dios no yerra pero
a veces, en nosotros, en el hombre fracasa.
¿Por qué el por qué a la muerte?
¿A la prematura caída de un fruto?
¿Por qué el por qué?

La ternura tras la puerta de una compartida
infancia, envejece de pronto si el hoy la sorprende.
Haciendo pininos, con un dedo en los labios, la adultez
abre un resquicio entre el olvido y las sombras.
Una mano de aldabón, exacta y sonora,
golpea sobre el pecho de la audaz que retrocede;
la celeste luz antigua a puño de bronce exige
follajeras sombras enventadas sobre el nocturno
patio crucificado por la del Sur que aprendimos
a amar desde las hoy ausentes rodillas.
Meticuloso y previsor, el padre iba cerrando puertas.
La adultez es un domingo zaguán afuera de casona
cerrada y vacía, cuyas llaves perdimos.

Hermano; ¿cómo decirnos mutua y resignadamente: gracias?
Tienes los ojos más azules, ¿reverbero o llanto?
Tengo los ojos más azules, ¿neón o lágrimas?


A USTED, ABUELO HERRERO

Hablo al padre de mi padre, al abuelo
que se portó conmigo mal como yo con él.
Hablo al abuelo que eligiera
el canto rojo y azul de los hierros.

De chica nunca comprendí por qué
se había ido del mundo antes
de yo llegar a él.
De chica (y de grande) no se entiende
ese no esperarnos mutuamente en algún
lugar sin fechas, al margen de bautismos y funerales.
En el sitio donde crecen los días diferentes
a los sacrificados al almanaque y los recuerdos.
En esa zona luminosa que usted llevaba entre
sus brazos, traída quizás de su rubia tierra.

Sí, abuelo, usted tenía que alzarme
al cielo de las provincianas tardecitas
y yo tenía que aprender a amar el sol
americano desde sus brazos extranjeros.
Y ya ve, por no esperarnos estamos
así, a distancia de desconocidos,
nosotros tan predestinados al encuentro azul,
desde sus ojos y los míos.
Usted debía haberse demorado no sólo
en la sonrisa de mi padre y en sus manos
huesosas, trabajadoras entre probetas y ácidos.
como las suyas, abuelo herrero, entre fragua y
cánticos heridos.

Yo no sé qué tarea vegetal o mineral
pude estar cumpliendo en el orden antes
de llegar a criatura,
que me impidiera alcanzarlo en el mundo
así fuera en los últimos instantes silíceos
en que sus ojos espejarían como los de mi padre
una reverberante eternidad.

Pero hay un lugar, créame abuelo,
para los que amontonamos cantos inútiles y misteriosos.
Usted guardaba restos de hierros
retorcidos y una pureza de fuego fragua.
Y yo junto piedras, silencios, espinas
de peces litorales y quizá tristeza.

Hay sí, un lugar abuelo para el encuentro
mutuo que se nos ordenó perder
aquí, en el mundo.
¿Allá bajo el sol,
en el azul del Como cuando era un chico rubio
igual a su biznieto?
¿Cuándo la argentina era una palabra sin mapa ni viaje,
plateándose en su dialecto dulce?
¿Cuándo yo aún no lo esperaba, abuelo,
y era savia o elemento girando
vida y muerte?

Nos portamos mal al no esperarnos,
usted demorándose, yo adelantándome
al tiempo fijo.

Una vez vi una verja hecha por usted
y nos quedamos ella y yo mirándonos absortas.
Ella era recia y huesosa como usted,
y yo una chica preguntando
su ausencia.
Una vez vi un retrato suyo;
una sonrisa a alguien dentro
de su ternura.
Tuve rabia al intruso invisible
que se atrevía a desviar
mi sonrisa suya.

Una vez vi una tarde para andarla
juntos, de la mano hasta el puerto
que usted amaba.
Una vez lo vi en mi hermano, y otra
en el hijo de mi hermano y en mí misma.
Y cuando voy con ellos, quiero que sepa
abuelo, voy con usted a solas.
Que nos vamos juntos y encontrados
hasta el lugar que perdimos
por suprema ley.
Usted es un chico rubio en su Cómo
y yo piso descalza mi arenal perdido.
Y el lugar es el mínimo espacio
entre su mano y mi mano entrelazadas.

Es lindo, abuelo,
recuperarlo chico,
recuperarme.
Casi tan lindo
que podríamos perdonarnos
el desencuentro.


CIUDAD NATAL

No por intruso, no por frágil
antagoniza con el constante el sentido
que hoy tuve de la vida.
Es una caediza eternidad
con apellido en el tiempo
y nombre en el espacio.
Ciudad Natal, de la no pródiga
has sabido vengarte.
A tu maternal ira la conjuro
eternizándola.
Fue un despertar de boca a la funda,
de pecho a la sábana.
Un parpadear en vez de penumbra,
bordados.

Despertar cuerpo a tierra
y no a persianas.
Fue una mañana con presente de pasado,
lejos del río, del titiritero viento,
de la nimbante luz,
del aldabón para pocas manos.
Me demoré en el fondo de la paternal casa
y el mediodía de cocina
en vez del sigilante barranquero,
me gritó unas doce de canillas,
de quejas de cubiertos y de platos.
Tomé la sopa como un inquieto niño,
a reprimendas y sin ganas.
La tarde tuvo facciones de muelle provinciano,
con viejos adioses y bienvenidas rodadas.
Me demoré entre mis muertes para resucitarlas
con mi fugaz voz,
pero todas mis muertes me viven reencarnadas.
Me demoré entre mis olvidos
y en vez de recuerdos
hallé el origen de mi sangre.
Me demoré entre los seres
que ligustraron mi silenciosa infancia,
y supe de una niña diferente
de la auténtica que aún me grava.
Me demoré por calles de patines y rayuelas,
por el zaguán siestero
y en la cómplice azotea.
Me demoré en antiguos rincones de sollozos,
en el césped de la mancha,
sobre la alfombra del rompecabezas y el mecano.
Busqué en este noviembre
al noviembre de las vacaciones.
Aquella luz de almanaque,
aquel no sentirse alfeizar,
aquella naturalidad para la costumbre y el horario.

Pero fui la escolar repitiendo nombres y no savia,
en un examen de botánica.
Decía gestos, plagiaba actitudes
con la torpe mímica
de quién se siente intruso
aunque brinden a su llegada.

Fue un dormir convaleciente
de oídos atentos a las cosas desveladas.
Por una escalera sin barandilla
rodé al sótano de lo innominable.
Y en sueño topo inverné
a la noche subterránea.


¿DÓNDE?

Debajo de qué muro en que el rosa es eterno a la tarde,
encima de qué fronda amada por alguien muerto niño,
¿habitas, criatura? Criatura que tironeas, de pronto,
mi falda adulta y me impulsas a correr o reír.
Y si el cristal de un escaparate se me burla
tú me salvas del ridículo bajando de a tres
tan igual al de la tierra profunda que incesantemente
recrea y transforma lo que recibe de la superficie.
Una paloma picotea en tus-mis palmas confundidas
mientras rondan enventados reflejos sobre la plaza
cuyo materno vientre para chiquillos en brazos o coches.
Criatura, cuando de pronto me abandonas se me caen
manos y risa y en los ojos entra el hollín
a agrisar el iris que el tuyo azulaba.

Ruedan mil bolitas hacia hoyos que el trajín
callejero destruye y no sé qué hacer con mi cuerpo
de persona adulta en medio del tránsito.
Un bocinazo o un ¡cuidado! me arrojan de la espera
de ti en que aún, de pie e inmóvil, me empecino
y marcho como todos hacia el deber, la cita, el hogar
con mi falda sin tironeos, el rostro adusto y las manos
desempeñando su responsable labor de utensilios.

Pero ¡oh! criatura ¿habitas en un rincón de la íntima
sangre?, ¿en qué lugar del futuro o de la memoria?
¿Acaso en ese rosa de los tardecidos muros de mi pueblo?
¿Encima de las frondas de los amados paraísos de la niñez?
¡Oh! criatura, ¿dónde se te recuperará para siempre?
¿En la vida, en el tiempo, en el éxtasis, en el dolor?


CRISTAL-ROSA

El brazo dice no al antebrazo
el antebrazo dice no a la mano
la mano dice no a la luz que cada día
busca el perfecto cristal en torno
a cuyo eje giren en orden las fuerzas.

Tanta dicha y tanto dolor humanos;
tanto ímpetu verde y savial agonía;
tanta sal con vocación poliédrica;
tanto no del brazo al antebrazo,
de éste a la mano, de la mano a la luz.

Para sólo crear una ausencia sin ausente,
una huérfana nostalgia; para inventar
el geométrico baldío del posible eje
en cuyo torno gire enamorado el corazón
indiferente del cruel dios legislante.

Pero estás tú —en abril y noviembre— frágil
eje de la eternidad para recibir en tus
labios perfectos el perfecto beso de la luz.
A través de innumerables imperfectas,
con tus pétalos arrodillados llegas, única
y elegida, a cardinar otoños y veranos.
Cristal-Rosa, poliédrico beso del amor
que ordena —en réplica de sí mismo— la furia
despetalada de las desconocidas fuerzas.


RONDA

Aquí, una vez, yo tuve cinco años
y el verde y el azul sonriendo como viejecitos
de aldea, en la documental de la vida
y en las instantáneas del rodante aro.
Aquí, una vez, yo tuve a la tierra y al cielo,
al verde y al azul sujetos a un rotar
de velocípedo.

Aquí, una vez, yo tuve doce años
y el verde y el azul me fueron prometidos
por el geómetra del cristal y el madurador
de la espiga, la soledad y el fruto.
Durante vísperas y aurora tuve
inercia de cuarzo y nervios de semilla.
Aquí, una vez, yo tuve doce años
y fui a la vida como a la hostia,
de fe y de blanco.

Aquí una vez, yo tuve quince años
y encerré al verde y al azul en mis puños
expuestos al destino que sin preguntar acierta.
Aquí, una vez, yo tuve veinte años
y dijeron de mí lo que dicen de las plantas:
que son indiferentes a la ternura, o la cabeza
vuelta del amor que las protege…
Pero la savia era roja en los orígenes
del mundo y verdeció en poema de alabanza
cuando en vez de respuestas, hizo hojas
para decir la primavera.

Aquí, una vez, yo tuve edades
y al verde y al azul en el espacio
de una cuna, una rayuela y un pupitre.
Aquí, una vez, yo tuve edades
y al verde y al azul en el espacio
de un fervor, una fe y una esperanza.
Aquí, una vez, yo tuve edades
y al verde y al azul en el espacio
de una certeza, un dolor y un silencio.
Aquí, una vez, yo tuve voz
y al verde y al azul en las palabras
íntimas y puras que a Dios crean.


EL ROSTRO

Y un día la adultez comienza a repetir
inocentemente esa actitud habitual en los niños;
echarse de bruces sobre un mapamundi; el césped
o el frío tabernáculo de las baldosas en verano.

Echarse de bruces a mirar tierras y mares,
la liturgia del instinto en las hormigas
o el vegetal santo y seña del misterio sobre el patio.
Echarse de bruces a mirar el acaecer
de los juegos impuestos por Algo o Alguien.

Mirar al espacio, al tiempo con los antiguos
inocentes ojos, mientras el muro de la soledad
reverbera hasta fingir otro cristalino e impenetrable.
De pronto, caen los muros de luz bajo
la imperativa noche de la ternura humana
traída por una piel que echada de bruces, junto
a la nuestra, mira sin ver lo que sin ver miramos.

Manos o raíces, filones o galaxias; mímica
perecedera del eterno Rostro que nos miró de frente
el día en que nacimos y que de frente y silencio
nos mira cuando el amor nos echa de bruces y amamos.


PRESENCIA

A veces, fatigado por la eternidad, Dios mira
a la tierra y se tiende largo a largo sobre
algún salvaje trozo ribereño que tiembla
al contacto de la piel sin formas
que va ciñendo follaje a piedras,
orillas a seres, la suya natural.

Sólo por instantes las supremas fuerzas
desconocidas se desnudan y son, largo a largo,
palpables a la mirada absorta de quienes,
por ley de amor o muerte, llegan al sitio
que se ha sobrecogido como una criatura
dormida abrazada de súbito, en alta noche
de cuarto a oscuras, por su propia madre.

Cuando el misterioso huésped parte deja
tras sí un vacío inmóvil que el viento
ocupa con ladridos, aromas y voces que van
y vienen por el lugar sin estremecerlo.

Pero el facultado por amor o muerte a sentir
sobre su humana piel la ciñente misteriosa,
olvida nombres y fechas para ir en pos
de sí mismo, sangre o río adentro.

Y mientras se ahoga en las íntimas o azules
aguas, el paisaje lo admite como a Dios:
temblando.


EXAMEN

Hoy me examino ante la vida, la soledad y la muerte.
Las tres me miran sin preguntar y yo recito:

“Una vez hice un trompo de bellos colores y vértigo.
¿Un trompo construí o me lo dieron?
No sé… No sé…

Y sobre las franjas escribí con mayúsculas, las dos
o tres palabras que a Dios celebran sin nombrarlo.
¿Las escribí o estaban escritas?
No sé… No sé…

Pero yo tuve un trompo que danzaba sobre mi mano
tensa y trémula como una sábana que al hijo acoge.
¿Mi palma era o de la inocencia?
No sé… No sé…

Pero tuve sobre la mano abierta un trompo danzando.
Un día saltó al suelo del mundo y continuó
danzando con sus colores, sus palabras y su vértigo.
Y me demoré en el mundo mirando el juego del
trompo y sentí que mi palma, dura como de estatua,
perduraba torpemente un ademán ya inútil.

Pero si no estoy viva tampoco estoy muerta.
Si ya no poseo al trompo lo contemplo danzando
allí, sobre el suelo de todos y de nadie”.

La mesa me reprueba y yo abandono el aula
ni triste ni alegre, con el rostro vuelto al ayer.

Hoy me he examinado.
La vida dijo: no. La muerte dijo: no. La soledad…
¡Oh! Memoria desmemoriada, ¿qué dijo la soledad?


ORACIÓN DE NOVIEMBRE

Ayudadme Fuerzas a ser lo que vosotras decretáis.
Ayudadme en esta noche con que noviembre abre su azul
llaga sobre la tierra en lujuria y deseo, al grito rojo
y verde, verde y rojo de la savia y la sangre crecientes.

Está bien el desamor que el hambre de amor crea; los elementos
en jauría rondando la felicidad y la desdicha; esta gana
desganada de morirse joven y suicida; esta nocturna soledad
displicentemente inclinada al vacío y al silencio.

Está bien el está bien que la luz dice a las sombras;
está bien el está bien que las sombras dicen a la luz;
está bien reír desde las voraces fauces del tiempo
y llorar, ridículamente, por una nostalgia recuperada.

Está bien el está bien que intercambian vida y muerte;
el de geométrico orden de los minerales al desorden;
el de la écuyère encerrada en su fanal de equilibrios;
el de árbol que no quiso obedecer a la primavera.

Ayudadme Fuerzas a cumplir vuestras sentencias inapelables
Ayudadme en esta llaga-noche de noviembre a ser lo que
vosotros decretáis en sangre, savia y salvajes elementos;
lo que vosotras destruís y construís en alucinados ciclos.


ANÓNIMO

Contra el friso de las horas yace el anónimo
hombre cuyos dedos piensan,
cuya nariz y boca piensan,
cuyos ojos y oídos piensan.

Es un hombre como todos; con el pasado
en recuerdos y retratos y un futuro
tímido que apenas se atreve a canas.
Su presente es un estar en la piel
que lo recubre y en los otros cuatro
ríos que lo ahogan y salvan porque sí,
desoyendo al corazón del hombre que pide
ya sombras de lecho, ya verde orillas.

Este hombre se muere asesinado por pensamientos
que irrigan su sangre; que vienen de los dedos,
de la nariz y la boca, de los ojos y oídos atentos
a un más acá y a un más allá que lo superan en siglos,
a un más acá y a un más allá que lo eternizan fatalmente.

Contra el friso de la incertidumbre yace el anónimo
hombre expuesto al sin tiempo de las verdades crueles
que implacablemente expresan sus intimas esencias
desnudas, ardiendo en llamaradas que lo calcinan.
Es un hombre como todos; una criatura reclamando
el regazo que Dios le niega para su fatiga
de ser y estar, de vivir y morir en hombre.


HOY

Cuando me canse de estar sentada sobre el verde
y el río que me tiene en sus brazos me refleje
fatigada, necesitaré Señor que inventes
tu rostro en mí para en Ti mirarme.

Cuando ya no inaugure descalza los veranos
del litoral absorto en reverberos y sauces,
necesitaré Señor que me enseñes tu rostro
para ver el mío por Ti creado.

Cuando ya no se enamoren el viento y el agua
que atravieso desnuda sin edad ni recuerdos,
necesitaré Señor que alces mi rostro hacia
el tuyo y me ciegues en olvido.

Cuando el amor sea sólo una palabra breve
para citar un extraño hecho que en mí no ocurre,
necesitaré Señor que ordenes expulsarme
de este mundo que dicen has creado.

Cuando todo esto suceda, te necesitaré Señor.
Hoy déjame a solas con el verde, el río y los veranos.
Déjame sin el rostro que los demás te exigen y yo veo
presente en las ausencias de mi mundo cotidiano.

Para ser luz me necesitaste siempre;
cuando sea sombras, justo es que te necesite.


LA SUICIDA

Cuando dejó su fatiga en el espejo
hizo silencio, adioses y un poema
pequeño, casi un epitafio, a la luz
que la había cegado para el mundo
de nombres, aniversarios y olvidos.

Dejó una carta sin destino de humano
rostro, al tiempo amor y la horquilla
con que emparvaba los misterios
cotidianos o sostenía su pelo
cabalgador de las cuchillas natales.

Dejó el anillo de oro sobre la ausencia
del amor y asomó varias veces su virgen
palidez de muchacha que subía y bajaba
cíclicamente, de trenes azules, de
trenes rojos, trenes amarillos y verdes.

Dejó una sonrisa al casual y lejano transeúnte,
un “por favor, no me molesten” a la pensión,
y un recuerdo niño, de árbol trepado, siesta
y granadas en su corazón antes de subir,
ventana y diez pisos abajo, al último tren.

Mediodía de la luz que a la luz niega,
Mediodía en el amarillo, el verde y el rojo.
Mediodía en la garganta del grito de los de abajo.
Mediodía llamando al sol e inútilmente a su muchacha.


ANÓNIMA BIOGRAFÍA

Primero el suelo una y diez veces cayendo
sobre su angélica desprotección de criatura
sin pies terrenos, lanzada al sin retorno
del primer, segundo, tercer paso inaugurales.

Después el sexo enseñándole burlonamente
a perder con fugaz alegría, pero alegría
verdadera, las alas cuya posterior nostalgia
desanuda tristemente los confundidos cuerpos.

Luego el amor inventando superpuestas imágenes
parsimoniosas sobre trepidantes vidrios de ómnibus
y oficinas metralladas por timbres, neón y bostezos;
el amor, esa bella sonrisa en un rostro muerto.

Más tarde el dolor, la soledad del dolor
desayunando y almorzando en su mesa
aún tendida para ausentes que creyó amar
cuando el mundo era un mediodía de verano.

Después la carcajada y el llanto;
la difícil búsqueda del equilibrio por ambas
desmesuras extremas, siempre al borde del vacío
y del todo, tensas y absortas en sí mismas.

Y después de después, la silenciosa burla inclinada
sobre su propio pecho ensangrentado que oculta
cuidadosamente, a sí misma y al mundo, mientras
ríe hacia recuerdos y olvidos íntimos y ajenos.

Y al final esa tierna manera de irse muriendo
en paz o no paz consigo mismo, pero al fin
renaciendo en la criatura que regresa
al misterioso cauce de las fuerzas creadoras.


LAS GRANDES PALABRAS

¡Oh! Las grandes palabras y su desdicha:
ser el surtidor únicamente iluminado durante
el día festivo de la adolescencia.
¡Oh! Las grandes palabras y su domingo
de velón, bruscamente apagado por
la semana hábil de los años.

Y luego saber
que el amor ya tiene epitafio, estatua y vituperio.
Y luego saber
que la verdad es una toalla de pensión:
el servicial tiempo la echa al canasto del olvido
y trae otra distinta y nueva en su reemplazo.
Y luego saber
que la plenitud es una casa sin umbral
ni alfeizar y con cancel de triple llave.
Y luego saber
que la desolación es el matutino que
cotidianamente se pregona por la ciudad.

Y luego saber
que estamos solos, solos como
las alfombras como sus arabescos, soportando
la familiar premura que decolora y destrama.
Y luego saber, que encarnamos la piadosa mentira que un Dios
inventa para negar la exacta certeza del hombre.
Y luego saber
que somos cómplices de las promesas, de la fe,
de las dudas, de la melancolía y de la nostalgia.
Y luego saber
que somos víctimas de la gravedad y la erosión
aunque desafiemos los sitios y las horas;
que no impunemente la voz dice lo que
la vida y la muerte callan.
Y luego saber
que la eternidad ensobra la inconclusa
carta que cada uno escribe con sangre
en el papel del tiempo y el espacio.

¡Oh! Las grandes palabras que villancican
los insomnios en espera de un nacimiento
divino y nos incitan a creer en el milagro
que perduran los niños y las estampas.

Las grandes palabras y su vigila
con memoria de ojo, tras el caído
párpado de lo cotidiano.
Las grandes palabras y su verdad
de fósforo, ardiente y momentánea.

¡Oh! Las grandes palabras asesinas
que una noche, a traición, nos matan.


LA RESPUESTA

Cuando se nos pregunte, cuando Algo o Alguien interrogue
nuestros huesos, sangre y nervios reintegrados a la
sustancia única, ¿qué responderás tú?, ¿qué responderé?

Se nos ha de preguntar, y tu rostro y el mío ya
vueltos hacia el legislante rostro eterno en definitivo
adiós, dirán su respuesta de llama o ceniza esenciales.

No sé si sabes tu respuesta, hermano; creo saber la mía.
No sé si te preguntabas, día a edad, arteria a corazón.
Qué ibas haciendo con la sustancia que te fue confiada.

Creo saber lo que hice y porque humanamente creo saberlo
comprendo que lo ignoro, que Alguien o Algo sabe la final
sin razón del sobremorir sin resignarse a sobrevivir.

“Aquí, en el mundo, aprendí a ser despojada, a despojarme;
tuve niñez y me fue quitada; gané ceguera y regresaron
a mis ojos, los de la primera lúcida, intemporal pupila”.

“Aquí en el mundo, aprendí a ser la memoria que recuerda
los humanos olvidos que en cadenas de luz y sombrías
rondas, uno a uno, se van anudando hasta echarse a rotar
desde savia, elementos y sangre, por vacío, soledad y siglos”.

Y mientras continúe en respuesta, me iré despreguntando,
sin dolor ni alegría propios, hasta que mi voz sea la voz
del viento y las arenas, del mineral y los ríos natales.

Y vendrá el silencio que Algo o Alguien toma y arroja
hacia atrás, arriba, abajo y adelante en redondo juego;
el mismo silencio sin preguntas ni respuestas que nos pare.

Y estaremos juntos, hermano; como siempre, como este
mediodía de la ciudad que construimos ignorándonos
mutuamente, confundidos en la calle sin final del absoluto.


LOS ECOS LEJANOS

Hacia atrás y adelante contábamos con el tiempo,
un tiempo de mañana llegando justa a mediodía,
a tarde y noche con sus manos entrelazadas
al espacio y los hechos que se sucedían creciéndonos.

Desde arriba y abajo se nos exigió coraje.
Debíamos desarropar al miedo y arriesgarnos
a la intemperie sometida a la ley ciega de brutal
transformación y necesarias muertes transitorias.
Desde arriba y abajo se nos exigió coraje.

En espiral huimos de las horas, de los años.
Girábamos repitiéndonos en números o signos;
repitiéndonos en piel, aguante y renuncia;
repitiéndonos en círculos sin fin eterno.
En espiral huimos de las horas, de los años.

El corazón hizo y deshizo trompo y blanco.
Una paz de travesía, paz con sed y hambre,
nos abandonó abajo, arriba y adelante
sin que el atrás pudiese a olvidos salvarnos.
El corazón hizo y deshizo trompo y blanco.

En el centro de la fatiga hay un llamado.
Cuando ya la desmemoria nos inventa más reales
que el antiguo tiempo y la edad disculpa
la demora y la tristeza ante nuestro destino.
En el centro de la fatiga hay un llamado.

Viene la risa y responde carcajadas.
Estamos inmóviles y en huesos a la espera
de un dios, un demonio, un algo supremo y
terrible que nos acoja, sostenga o rechace.
Viene la risa y responde carcajadas.

Hacia atrás y adelante, arriba y abajo
estamos en huesos a eternidad burlados.


ELEGÍA ANTERIOR

De tanto esperarte te crecí y amé
como a un hijo que ha de nacer muerto.
Nueve meses, nueve años, nueve siglos
maduraste alma-vientre, dentro.

Ahora he olvidado que las manos acarician
y elijo estar sola cuando amor y soledad
recursan sus ríos azules ante mis arenas;
ahora puedo repetir tu múltiple rostro
espejándolo por piedras, viento y coraje
desde el verano litoral y la desesperanza.

No culpo al supremo orden de tu ausencia
en mi tiempo enamorado porque todo amante
llega —antes o después— pero llega a los días
que en espera o adiós pertenecen a la amada.
El verano, la soledad y el río me regresan
hasta ti, ídolo puro de una fe más pura.

Se vaciaron las arterias antes de
nacer a las sombras del espacio; me dejaste
alma y vientre —en sangre y renuncia—
absortos en ti y oficiando un sacrificio
sin muerte en grito, de ritual agonía sobria
que desafiando primaveras sobrevive en canto.

Ahora pongo mis manos de tierrario sobre
las tuyas y al sentir que la vida te danza
en rojo mi verdeazul sangre te sonríe, sólo
te sonríe y regresa a su corazón de viento
definitivamente extático y vertigirante
en medio de la deshabitada luz elemental.

Tú llegas, siempre llegas al tiempo enamorado
de la amada; llegas antes o después pero
llegas, inmaturo o demorado, por los sabios
anudamientos con que las fuerzas nos atan
para equilibrar —instantes a siglos— el orden
que ciego al dolor exige humanos desencuentros.

Escribo tus nombres de piedra, árbol y pez
en cada nuevo verano litoral que sumándose
a los anteriores levantan una tumba para ti,
amante sin amada, y dejo las tardes de provincias
como azules epitafios sobre el olvido del
humano amor que en espera de ti me enamorará.


APRENDIZAJE

Estamos aquí, tú y yo y todos los demás…
sitiado nuestro reino íntimo por la agobiante
belleza de los otros tres y el absoluto.

Estamos aquí,
aprendiendo la imagen de nosotros mismos en los espejos
azules de la ternura, en los acusantes de los recuerdos
de alguien que fuimos y que amarillea como una flor
¿de qué lápida o aniversario? entre el olvido y el sueño.
Aprendiendo la imagen del silencio en la presencia vegetal,
en la desolación de las tardes, en el tañido
de las campanas que una vez nos citaron con la fe,
en la soledad que nos purifica y devora lentamente.

Estamos aquí,
sin juzgar al mundo, comprendiéndolo desde el Amor
de buen padre al hijo que sin adiós partiera del almuerzo,
de las humildes verdades que bendicen esa comunión
telúrica y dolorosa con los seres que lo aman.

Estamos aquí, tú y yo y todos los demás
haciendo pajaritas con la sangre de la angustia
y la savia de nuestra plenitud, para olvidar el vacío
que voraz de sí mismo nos acosa como un chiquillo cruel
con exigencias que sólo la nada satisface.
Haciendo muros y ventanas para protegernos del viento
y las sombras que tal vez buscan entre los humanos
la calma y la luz del principio.

Estamos aquí,
diciendo buenas noches y buenos días en este mundo
que niega el amor que a cada paso inventamos;
tan igual al cansancio y la reprimenda de una madre.
Diciendo ayer, hoy, mañana, a nuestro terror como quien promete
una fiesta de colores y formas al ciego de nacimiento.

Estamos aquí,
aprendiendo a ver a Dios en cada hombre, víctima o verdugo
del hombre, pero siempre testimonio de Aquél que sólo responde
con beatitud al que humildemente abandona las preguntas y ama.

Estamos aquí,
sufriendo la soledad del mar; escuchados por la inocente
sordera del hombre y la culpable de la tierra.
Aprendiendo a vivir sin terror por lo que sin terror moriremos
un día cuando cada uno de nosotros sea un ánfora…
un cántico… algo que comienzan las manos obedeciendo
a la misma ley que crece tallos y geometriza cristales;
algo que nos hace dignos de Dios y sólo a Dios pertenece.

Y fiel retorna la noche, la noche de parpados de búho,
y se queda ahí, frente a nosotros, junto a nosotros,
en nosotros
mirando, mirando…


VIEJOS CAMARADAS

Una vez al año se citan en un humilde
rincón de la tierra los países natales.
Verano, mi país en el tiempo.
Río, mi país en el espacio.
Soledad, mi país en la sangre.
Somos tres camaradas que en el reencuentro
abandonan sus personales rostros para adquirir
el único del amor a Algo que en calidez, azul
y monólogo hallan lo que el invierno, la tierra
y el diálogo inútilmente convocan y esperan.
Sin decir yo, ni tú, ni nosotros nuestros labios
cardinan los innúmeros sépalos del viento
hacia el sereno orden de la rosa viva.
Estar en el tiempo y durar en el espacio, silenciosos
y dichos, de la transparente garganta del aire-cita
a la que acudieron la verde, la azul y la roja
voces enronquecidas por el fatigoso vagabundeo.

Somos tres camaradas que al reunirse cumplen
el geométrico equilibrio de la rosa plena,
abriéndose abstracta y replegándose viva
en el centro del verano, el río, la soledad.


CONVOCATORIA

Resucitando a cada instante más pura
que la insomne rojazul secular
se desvela, hueso a lágrima, la sangre primitiva.

Ya no sólo piedra, no sólo planta ni animal,
ni la criatura que irrigó del rubio al paso,
la sangre es cópula horizonte de tierra y cielo.
Bajo la piel vetean filones de corundo,
las falanges enraízan aire y tierra;
al azul el pelo es un pájaro y en la almohada
recupera su original ancestro de talófita.
De las sienes bajan ideas de carbono y metal,
de los senos parten estíos de humus y resinas,
en las caderas flotan signos de peces y sueños.

A presente se convocan los tres reinos, en la sangre
de una mujer nacida de dos rivales fuerzas
ignotas que el humano amor conciliara.
El rojo morir resucita en verdes y ágatas
que suben desde los huesos hasta el iris
mineral de la mujer absorta por la sangre
que la libera de sí misma y la proyecta
hacia la región del sin recuerdo y del siempre,
donde el llanto no es dolor sino sal y sauce
orillero, y la dicha, equinoccio perdurable.


AL TIEMPO

Piadoso verdugo, impío salvador;
sé que no nos oyes, que las plegarias
se apagan en polvo a través de tus oídos
de arena, sobre tu solitario corazón abroquelado
que en vacío aguarda desde el origen el regreso
al todo espacial que te inventa, transforma y niega.

Hay un ayer en que hacemos preguntas
que la pubertad crece alargando insomnios y miembros.
Hay un pasado con objetos que tenían un asa
tangible y la boca dócil a la nuestra ávida.
Era el país del asombro ante los colores y las formas
y del tuteo con los seres fabulosos e invisibles.
Había casa, padres, sopa y escuela, pero
nosotros habitábamos el río y las tardes
que echaban indolentemente sobre la tierra, agua y luz.

Éramos signo de interrogación para los adultos
que respondían hasta irritarse nuestras preguntas.
Éramos tú mismo, oh, Tiempo, el inmenso corazón
del vacío, pero con oídos de luz transmitiendo
a los humanos las verdades eternas que escuchábamos
en nuestras arterias, en la savia, en los ojos animales,
en las vetas de los guijarros orilleros y en la bella
monotonía del azul agua, del azul aire, del azul tierra litoral.


REENCUENTROS

Eres tú, eres tú —me dice la imagen
con que el espejo me imagina—.
Palmas contra palmas, cristal y huesos,
luz y piel; palmas contra palmas las dos
en una y gran mano se identifican.
Las veinte falanges de cristal hueso
en acto de amor ya cumplido, inmóviles,
transidas por el mutuo desencuentro
que a único encuentro las resuelve,
se miran en los nudos, se miran
las ciegas amantes mientras mis ojos
las ven en una y gran mano sabia.

Eres tú, eres tú —me dice la imagen
con que el espejo me imagina—.

Pupilas contra pupilas, cristal y nervios,
luz e iris; pupilas contra pupilas los cuatro
insomnes en uno y gran ojo se identifican.
Los identifico azules de cristal nervio
en mutua entrega de paisajes y rostros
olvidan las sombras y nostalgian la luz
que abre los párpados por primera vez
y por ultima los cierra para siempre.

Luz que nos pare, Luz que nos reintegra;
único y gran ojo, imagen que el espejo
no imagina; Luz sabia que comienza
a restituirse a sí misma desde que nuestros
ojos se abren al mundo que los va cegando.

Luz primera y última; Luz, amada Luz,
lágrima de Dios en humanas pupilas;
gran y único ojo mirándose a sí mismo.


LA OFRENDA

Mi corazón levanta sus ojos claros hacia los tuyos,
amigo, y ve una imagen de soledad y silencio, echada
sobre el oro del tiempo que imperceptiblemente
la va cubriendo
mientras el eterno flujo y reflujo del mar que nos sitia
repite su solitario juego, sus adioses y bienvenidas
sin destino.

Si en vez de principio elemento y necesidad
de verde
por la luz, de cristal
por hospedarla,
fuera, ¡oh! fuera un cuento narrado por el gigante
corazón del misterio a un ser,
mi ser,
que se durmiese oyéndolo;
entonces pondría mis manos entre las tuyas, amigo,
con la misma fe del retoño en la primavera,
del viento y la lluvia en el espacio azul,
del ágata multicolor en el río y las arenas.

Pero desde niña puse ya mi mano derecha en la izquierda,
mi izquierda en la derecha,
temblorosas y huérfanas,
para conjurar el amor al absoluto, y el miedo
a este amor que me hacía y hace crecer, girar
y pedir a verdes nuevos, colores y aristas, angustia
y llanto, la respuesta
que aquí no tiene pregunta porque sólo la soledad
de Dios se la hace a sí misma,
y sólo en la creadora paciencia de Él halla sosiego.

Si en vez de fatiga, fatigada,
si en vez de tristeza, triste;
si en vez de dicha, dichosa;
fuera, oh, fuera un bello cuento anónimo, mis manos, amigo,
buscarían las tuyas para despertar en ellas.


TORMENTA DEL SUR

Esta tarde llegas no en la habitual Cruz sino
en tormenta, Señor.
No con tu manto suntuoso y algo humillante
para criaturas que apenas cuentan con su piel
para recibirte.
En vez de estrellas, cielo plomo; en vez de silencio,
relámpagos y truenos; en vez de crucifijo, viento
del sur.

En una ventana que me tuvo niña y sabe de mis secretos
que olvidará mi sangre adulta, te espero de pie y éxtasis.
Golpea, golpea ferozmente Señor que no has de quebrarme
como en antiguas noches de tormenta en Ti y en mis arterias.

Tú me enseñaste a soledad y orilleras cañas a ser
flexible canto de alabanza a tus fuerzas cuando
llegas en viento sur.
Tú me enseñaste un coraje diferente al humano que
se atreve sólo a lo humano; el coraje de la luz
para con las sombras.
Golpea golea ferozmente mi rostro sin lágrimas
que sin embargo no ha olvidado el llanto que quiebra
y te extravía.
Golpea, golea ferozmente mi sangre flexible sólo
a Ti, que sin embargo no ha olvidado el amor que duele
y te reemplaza.
Golpea, golpea ferozmente mi éxtasis en cántico
a Ti que no has de quebrantar aunque la tormenta me desangre.

Esta tarde llegas no en la habitual Cruz sino
en tormenta, Señor.
Esta tarde estás más solo que otras y desanudas sobre
el mundo tus fuerzas para sentirte no tan Dios,
más humano.
Déjame recibirte, con el rostro y la sangre
que gracias a Ti, en Ti se van transformando
lentamente.

Alguna tarde en que llegues en tormenta del sur no
estaré en una ventana de pueblo sino en el olvido
del mundo.
Alguna tarde de verano, de esas en que es difícil
estar muerto, no podré esperarte en vivo cántico, Señor.

Pero esta tarde llegas en tormenta y viento del sur.
Déjame ser tu criatura en cruz; persígnate tres veces
en nombre de Ti mismo sobre mi flexible entrega en éxtasis.


EN EL ÓMNIBUS Y EN EL SIGLO

Juntos.
En el ómnibus y en el siglo.
Lo que importa es que vamos juntos.
Tú y yo, tú y él, él y yo…

¡Cuidado!
Tómate de un hombre, un asiento, una sonrisa…
Tómate de una inútil verdad, una faena, una esperanza…
No me confieses tu dolor.
Silencio el mío.
Las palabras no usan ómnibus y se burlan de los siglos.

Dame tu mano.
Toma la mía.

Somos dos adultos que desde la infancia no nos reencontrábamos.
Me detallas tus pequeñas anécdotas de servicial
buey, de honesto agonizante y de hábil equilibrista.
Te narro mis fechas y nombres,
la edad de mis hijos, la enfermedad que me acompaña.
Me recuerdas niña.
Te recuerdo niño.
No tiene importancia.
¡Cuidado!

Tomas mi hombro.
Arrebato un trozo de tu espalda.
Reímos.
¡Oh! Cómo reímos juntos en el ómnibus y en el siglo.
Si te vas no importa.
Despido al adulto, me quedo con el niño.
Tú y yo, tú y él, él y yo… juntos en el ómnibus y en el siglo.

Cada uno desciende en su esquina,
en su intransferible cruce de nos al milagro.
Cada uno siente que otra esquina le está designada;
tal vez idéntica a la habitual, hasta con sus telas o vajilla
en oferta, pero diferente, igual al último apretón de un tornillo.
La esquina que cierra calles y toda
tentación a una vuelta más en búsqueda de lo definitivo;
el último atornillar que nos ajusta al hueso de lo absoluto.
Para él también sube un camarada niño.
Y para este camarada él es un tú recuperado.
¡Oh! Cómo ríen juntos en el ómnibus y en el siglo.

Vamos juntos,
En el ómnibus y en el siglo.
No desciendo en ninguna esquina.
Hago de punta a punta, de ida y vuelta, completo el recorrido.
Reconozco cada mañana a los que suben, siempre, con cierta
esquina —y no otra— en la frente, en el pecho, en la fatiga.
Reconozco a los nuevos que inauguran el adiós a sí mismos
y a aquellos que como yo no descienden porque no se resignan.

Somos pocos, pero nos miramos casi en sonrisa.
Nos ponemos la más triste.
(En sendas perchas cuelgan, en casa, la sonrisa dulce,
la sonrisa cruel, la sonrisa mueca, la sonrisa pura…)
Somos los que renunciamos a la floja
esquina porque la otra nos lo exige.
Nos sentimos culpables ante los otros porque
siempre es más fácil renunciar que resignarse.
Porque ser sed e incorporarse cotidiana y cíclicamente
a la sed es más fácil que ser sed y aceptar cada día
la pobre agua que el mundo ofrece.
Pero nosotros, los pocos, nacimos para renunciar.
No hay culpa.
Hay acatamiento a los designios.
Pese a ello, pese a no tener en el rostro,
en el pecho, en el cansancio, una esquina,
vamos juntos con los que descienden.
Todos juntos.

¡Cuidado!
Tómate de mi brazo, de mi silencio, de mi dolor…
Son tuyos.
No te los cedo con ternura.
Son realmente tuyos.
Porque vamos juntos, somos juntos.

Con un solo rostro; el de la fatiga,
nos ven pasar la calle, las horas y los años.
Con un solo rostro; el de la indiferencia,
nos asciende y desciende, sacude y equilibra,
golpea y sujeta, un Dios desconocido.


PEDRO FUENTES

Pedro Fuentes,
no eras marinero
ni pescador de río adentro.

Eras el muchacho de las orillas;
de pie por las mañanas,
echado junto al limo, en las noches
del verano, silbando a los peces.

(Sólo dos veces diste la espalda al río.
Cuando te llamé para despedirme,
cuando te llamó la muerte).

Pedro Fuentes,
carcomido trozo de álamo
que las maracas llevaban y traían.

Eras el muchacho que admirábamos
nosotros, los que íbamos
a la escuela a aprender en un mapa
un río menos azul que el tuyo.

(Sólo dos veces diste las espaldas al río.
La primera por mí y en sonrisa,
la última por Ella y en silencio).

Pedro Fuentes,
Así te llamaban
los árboles, el viento y las vecinas.

Eras la historia que narraba el verano
a las orillas azules;
el fabuloso habitante de pie y echado
sobre el ancestral misterio del agua.

(Sólo dos veces diste las espaldas al río.
La mañana de mi adiós,
la tarde de tu partida).

Pedro Fuentes,
tu nombre remonta
los años hasta la sangre niña.

Eres la pena vegetal que nos crece
por dentro en los veranos,
cuando el río pregunta por ti
a las orillas azules de la sangre.

Pedro Fuentes,
en cada guijarro
se lee tu nombre y apellido.

Pedro Fuentes,
en cada de a pie
se cita la mañana contigo.

Pedro Fuentes.
En cada noche del verano
la marejada silba tu silbido.


A ROMA

Se me anticipa la eternidad cuando te recuerdo;
mesalina y matrona, te pones a jugar conmigo
un te doy no te doy ya hechizante, ya grave,
para al fin, como el tiempo, abandonarme a orillas
del extranjero espacio que nos rumía lentamente.

Tienes lo que siempre tuviste y tendrás;
la luz naciéndote tardecida y melancólica antes
que el tramonto rozara tus ruinas fatigadas
de serlo y las Bernini girando y regirando
en pesadilla de mármol, tus aguas benditas.

Ahora vienes arrastrando tus columnas brazos
a ceñir mi pudorosa nostalgia y a dejar sobre
los hombros americanos que sostienen sólo el aire
y los vientos, tu milenario ocre empalidecido
por la historia que de ti cuentan ciegos.

O subes a tu calmo cielo en pino de recio tronco
verdecido en secundarios que avanzan hasta ser
vegetal dedo de Dios repitiendo infinitamente
un círculo, otro circulo y otro más que se abren
y cierran como mandíbulas fabulosas en torno
a este temerario éxtasis en ti y para ti.

O por una de tus tantas escalerillas huyes hacia
no sé qué aventura de amore, vendetta o piacere
sucedida hace siglos o en este instante, pero siempre
prohibida para un corazón crucificado por la del Sur
en su nacimiento y que ha mamado directamente del pezón
terreno lo que tus hijos de la historia o leyenda.

O dejas caer tus sucesivas y superpuestas
máscaras hasta llegar al ciprés, hueso filoso
y verde, sujeto a las lágrimas y a la primavera;
o a un aire inocente, sonrosado como una carta
de amor que los dioses, por burla o descuido,
enviarán en cada tarde del mundo a las criaturas.

Y luego partes sin prometer regreso, aunque sé
que cada tantas tristezas vuelves, como la fecha
del cumpleaños de alguien que se nos ha muerto antes
de haberlo amado, cuando no sabíamos que el amor
se gana dolorosamente como el pan o el olvido.

Y luego partes, mesalina y matrona, tal vez fatigada
de tu te doy no te doy ya hechizante, ya grave,
mientras avanzan sobre mí silenciosas y hambrientas
las rumiantes orillas del espacio que tu anticipada
eternidad conjura cada tantas tristezas aceptadas.


A MARC CHAGALL

Si fuera ácido verde, violeta o naranja en tus violines
volanderos, siempre apoyados en hombros mitológicos
o de mendigos; si me tuviera uno de tus violines
iría por el verano hacia el azul y el amor
danzando, como tus criaturas animales y humanas.

Hermano en el aparente desorden, hermano acuchillado
como yo por tristes ojos de muchachas y toros,
por entrecruces de techos y zapatos, ángeles y bestias
con tiernos hocicos que entibian nuestro corazón vagabundo
distraídamente despedazado a cada instante por lo eterno.

Hermano, tengo un solo zapato y el otro pie
descalzo; un rostro para río y los arenales
y uno azul fatiga mientras la ciudad me inscribe
en piernas, pecho caderas y sienes, las figuras
de tus cuadros. Entre mis senos flota un pez,
el ojo niño de tu nostalgia y su ala arcángel.

Si fuera lila, rojo o rosa tuyos, estaría en un cielo
con Dios, quebrando las leyes de la suprema gravedad,
paseando por el aire con mi, tu, nuestro enamorado
sobre el centro de una populosa aterrante ciudad
que inútilmente intentarías derribarnos con sus antiaéreas.

Hermano: si una rosa, una violeta vienen volando
con la luz, tendría que ser muda para no nombrarte,
cegar las innumerables pupilas de mi piel,
romper violines, ahuyentar aladas criaturas,
sentir que una mirada de mendigo no es tu lágrima.


CEÑO CON EL RÍO URUGUAY

Tal vez ya te han mirado, admirado así, con ceño.
Tal vez, hacia atrás en el tiempo, conociste
a alguien que fijó su inocente asombro en el tuyo
con esta mansa angustia que ahora repito,
mirándote.

Quizás sabes que el ceño es una prueba
difícil que el abuelo ensayaba y recién en mí
ha logrado su doméstica perfección sin el salvaje
perfilar con que, a veces, huía la cabeza enfrentante.
La angustia, mansa ya, llega a tu río americano;
la milenaria bestia demora sus ojos sin olvido en
tus transparentes, purificados por tanta arena y soledad,
hasta concentrar corriente y lágrimas en un ceño humano.

Tal vez hubo un abuelo deteniéndose en ti;
buscando en tu indiferencia con este mismo ceño
sobrio y desesperado una respuesta celeste para sus
noches sombrías, en la nueva tierra demasiado ancha y profunda.
Tal vez te esté pidiendo lo mismo, con idéntico
ceño y urgencia, con la misma mansa angustia que el rubio
extranjero ensayara para ti cuando te comenzó a admirar
compartiéndote solamente con un Dios que no oía sus plegarias.

Tal vez sepa mantener contigo un cara a cara,
aguas a ceño, únicamente en los veranos
cuando te acelestas en las islas y tus ojos transparentan
casi humana ternura solícita a los fatigados nuestros.
Tal vez intentas contestar,
al abuelo y a mí, con bandadas de patos silvestres
en ida y vuelta, vuelta e ida porque en la sangre como
en el río la respuesta va y viene, llega y parte de sus islas.
Tal vez no haya celeste respuesta,
sólo un enamorado mirar aguas y sangre adentro, de la mansa
angustia con ojos sin olvido a contracorriente y contravida.
Tal vez mi mansa angustia se eche alguna tarde
a dormir en las orillas y tus aguas vayan lentamente
abriendo en sonrisa, muerta pero sonrisa, mi heredado ceño.
Tal vez, entonces, tus sienes azules
transparenten el ceño de mi abuelo, el mío, el de cada criatura
que te supo admirar, corriente a lágrimas
y ojos sin olvido.


PAÍS DE SIEMPRE

Equilibrista entre andamios o pensamientos,
sobreviviente en el azul o el sueño,
constructor de voraces monstruos o sistemas,
víctima de otra raza o de ti mismo:
triste hermano mío —mujer, hombre— inmerso
íntegramente en la sangre propia y ajena, sin fugaz
tregua vegetal o alarido que beban tu agua y sacien tu hambre;
sin crecer, al menos, en simétrico cántico tu corazón de luz.

Hermano: ganas derecho a tu hambre y tu agua
desafiando el esclavo viento de los andamios o ideologías,
pierdes tu destino alzando promiscuidad y credos resecos,
acercas tu flaca angustia al templo los domingos a Dios
en las noches, antes de ser sexo fatigado y quizás al serlo.
Triste hermano mío —hombre o mujer— en overol
o maquillaje cruzas el hollín persiguiendo una respuesta
diferente a la que descifran con amor
tus antiguos huesos que reclaman su derecho al pan y sed ancestrales.

Ciudadano del miedo y la esperanza gris
trepando a contrarterias alturas de cemento o dogmas,
venciendo al vértigo que inútilmente insiste en salvarte,
taponando las hendijas de tus muros opuestos a la luz;
hay un país limitado por gaviotas marineras y pinos en el viento
que no anzuela escaparates y bares hacia ti; que se está solo
en su soledad, como tú en la alta noche cuando las sombras
despiertan la antigua sangre, los primitivos huesos,
la salvaje angustia en zarpazos.

Hay un siempre con pinares en el viento, y mar
repitiendo el nombre de su amante, su propio nombre
en femenino; y mañanas que se sumergen desnudas en Dios
para regresar desnudas a la noche en cada sístole humana.

Hay mar repitiendo el nombre de su amante, su propio nombre
en masculino, y cerros alejándose hasta el lívido
inmóvil rostro eterno de las aguas sedientas en la arena.
Las piernas que se hunden pantanosamente, en los crucevértigos
allí celebran elástica comunión con los elementos ordenantes.

La boca tiene la medida de los labios con sed de sal
y sumergido silencio que tuvo hace siglos cuando
recorríamos los mares, sin dolor ni alegría, aleteando señales
misteriosas que el tiempo transformará en ceño, sonrisa o tristeza.
Allí, los ojos recuerdan su fría implacable mirada
no sujeta al rotar de la luz que aguas arriba crea
el mundo del llanto y de la risa, ajeno al silencioso
salobre que aún llevaban por calles, neón y espejos,
nuestras pupilas.

A respiración de una ciudad de hollín y hastío,
a cercanía de tu propia sangre que me niegas,
quiero hablarte de aquel país donde las Fuerzas nos destinan
comunión o soledad según seamos pan o hambre en el viento,
según se nos olvide la preocupación de ser hombre o mujer;
el país igual al puño cerrado de un joven suicida por amor
que antes de morir apretará con sed y dedos la desnuda imagen
de la amada, vértice de viva sal en su muerta sal cristalizando.


PECADO DE COMPAÑÍA

Los siglos te cansan,
te impacientan las cíclicas fuerzas naturales,
te duele el absoluto y su mirada atenta a la Tuya, sabia.

Señor: pongo mi huérfana
mano sobre un tronco estremeciéndose por y para Ti,
en crecientes círculos leñosos que te descifran vegetal.

Señor: pongo una sonrisa
sobre mi insignificante dolor de criatura expuesta
a sí misma, lejos de la niñez y de sus mágicos conjuros.

Señor: pongo el oído
sobre un trozo de guijarro que resuena a silencio
de aguas; torturado por la violencia de la monotonía.

Y a mi manera, pobre
manera humana, creo hacer compañía a tu pavorosa
soledad de Dios perfecto, justo y bello desde y por los siglos.

Señor: te veo en tronco,
humano dolor y guijarro; te veo en cada descuido,
mínimo o máximo,
del tiempo al que obligas a cegarnos para la Luz.

Sé que cometo pecado
contra su omnipotencia más íntima, sé que me condeno
por una mano, una sonrisa, un oído: una soledad en ofrenda.

Pero no me arrepiento
de pecar por Ti, no me arrepiento de la mano, la sonrisa
y el oído pulsando tu corazón de madera, sangre y mineral.

Señor: por cometer pecado
de compañía quizás me niegues tu rostro de juez o padre
cuando en el mío agonicen los adioses a la vida y al tiempo.

Señor: aunque en mi muerte
pongas tu total ausencia, tu rotunda negativa de ofendido Dios,
sobre tu pavorosa soledad y hasta el fin,
extenderé mano, sonrisa y oído.


ACLARACIONES.

1. César Rosales nació en San Luis, en 1908 y murió el 18 de diciembre de 1973. Fundó periódicos y bibliotecas en la provincia de Buenos Aires. Escribió poesías, ensayos y críticas para publicaciones nacionales y extranjeras. Ha dictado cursos y conferencias en entidades académicas y culturales. Perteneció a la Sociedad Argentina de Escritores (S.A.D.E.) y al PEN club..

2. La obra original se imprimió con la editorial Losada S.A., en los Establecimientos Gráficos E. G. L. H., calle Cangallo 2585, Buenos Aires, el día 24 de julio de 1958.

3. Cita APA: Cartosio, E. (1958). El Arenal Perdido. Argentina, Buenos Aires: Losada S. A.

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