Madura Soledad (1948)

Madura Soledad ganó la “Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores” del año 1949 cuando Emma de Cartosio tenía veinte años. Desde entonces, con su primera obra publicada, la poetisa emprendió un camino que finalizaría con Allá Tiempo Y Hace Lejos en el año 1991.

Esta obra cuenta con treinta poemas, que se han publicado respetando el orden original, y cuatro xilografías originales de Víctor L. Rebuffo, que se encontrarán en nuestra galería junto a su portada original remasterizada.</p

INTRODUCCIÓN.

Madura soledad, parece un libro sincero. Refleja en sus poemas un proceso que no nos es desconocido: es el paso de los solitarios que tratan de salir de sí mismo. Hay en ese esfuerzo mucha generosidad por lo mismo que es realizado por alguien que tiene imaginación y que ha tenido tiempo de afinar su sensibilidad en la misma soledad que quiere abandonar. El libro de Emma de Cartosio está, en lo principal, dentro de este esquema, pero se halla realizado en tono ciertamente personal. También en la forma, pues acude a la invención de palabras con mucha frecuencia, y si sus hallazgos en este aspecto no siempre convencen, son muestras del movimiento, del ritmo de su creación. Estos versos que llegan a ser densos y revelan una carga de vida, indican que la autora está al comienzo de un nuevo camino. Para ella hacer poemas es también vivir. Y vivir es darse. Lo que realiza ya, es, además, todo un programa para el futuro.

Madura Soledad, se acompaña de xilografías de uno de los mejores grabadores argentinos: Víctor L. Rebuffo.

Bernardo Verbisky1

“Noticias Gráficas”, 25 de julio de 1948


“…y escuchar que una voz dulce nos cuenta
lo que es la vida, reconciliarse con ella por esa
querida voz y amarla de nuevo totalmente,
desde sus pequeños acontecimientos hasta sus
grandes milagros”

RILKE. Los Sueños.


POEMAS.

SOY

Aire de hoja, de mica y de gacela.
Carne de pétalo, de granito y de pájaro.
Trozo de Universo; aerolito celebrante.
Soledad extendiendo ribazos.
Joven, rotunda, gaseosa y beodante.
Una desconocida que debe decir algo.


LO NECESITAS…

Lo necesitas, tómate un recreo, alma.
Una primavera un poco boba, de bríos verdes,
fortifica, alma.
Sométete a la estación que Él exige.
Año de constante otoño no es de Dios, alma.
Basta de soledad paridora
de ángeles y demonios.
Deja que otros preparen el común pan
que hoy, absurda, inútilmente, amasas.
Ajena el ácido ocio que te desnutre.
Abandona la oración que rumia tus labios.
No escuches el llamado de los follajes.
No te rezagues por un niño, un caballo, un sauce,
un gesto, un signo, una palabra.
Toma esa calle de pueblo y tírala adelante.
Que brinque la pelota y te trace itinerario.
Apresura una siesta de payanca,
rompe un farol, trépate a un granado.
Remonta el barrilete de septiembre
al azul de antiguas mañanas.
O en un tranvía de barrio llega
al aguardiente, y, bébetelo
en el sucio mostrador entre
humos, gritos y desmanes.
Cómprate una caricia
en el mercado de la ciudad.
Exige lo que otros ambicionan,
golpea una mesa, desafía a un borracho,
destroza una creencia, ríete del milagro.
Acepta la mentida evidencia
de lo circundante.
Baldíate de voces inaudibles,
escucha las concretas.
Vete al campo o a los barrios,
sin recuerdos, virgen.
Intercepta una familia; esas
de pequeña alegría tangible
de animalillo digiriendo.
Instálate en un mediodía de suburbio.
Ríe, comenta, que trabajen tus manos.
Atiende a la madre;
juega con los niños;
dialoga con los hombres,
de política, de sueldos, de vacíos.
Todo en un interior de buena casa,
entre ruidos de baldes,
lamentos de vajilla,
comentarios de viejas sirvientas.
Corre al zaguán sólo cuando el timbre llame.
Profetiza gravidez únicamente en la recién casada.
Hila horas junto a tías devotas,
a la radio parlanchina,
a los vecinos murmurantes,
a las tempranas hervidoras,
a las canillas de la cocina,
al primitivo buen corazón
de la antigua criada.
Que lo necesitas, alma.
Un taciturno corazón todo lo ama
desde la borda de Dios
como si la múltiple vida,
la numerosa vida íntegra,
en el muelle quedara.
Que si persistes, te mueres alma.
Basta de acumular misterios y de reclinarte.
Basta de vegetal silencio,
de nimbar, de melancolía,
de esa frenética avidez de eternidad
que te hurta del presente
y te proyecta a la plenitud, al dolor
sin ecos, a las horas sin hermanas.
Deja a Dios la responsabilidad
de cada destino humano.
Deja al tiempo el deber de realizarlos.
Deja que el espacio custodie
a los adolescentes, a los adultos,
a las cosas, a la noche.
Que tu soledad ignore los milagros,
los silencios, las altas prisas
de esta vida difícil y bella.
Vete, vete alma.
Tómate un descanso.
Cumples del brazo de la maravilla
improvisados mapas,
como la bruma del río
que demora los buques
y dormita contornos.
Basta de acusarte,
de ese sentirte en falta
cuando responden a tu voz,
salen a tu encuentro:
un ciprés, una paloma, unas manos.
Basta de aceptar como un merecido
hasta el diario que te acercan.
Acepta; que así acepta
el tiempo las humanas horas,
la sirvienta el pago,
la madre al hijo.
Que así, naturalmente, molicia
en el azul el humo de las fábricas.
Que así enfrentan
estas casas al milagro
que la luz repite, cotidianamente,
en las barrancas.
Que así dialogan los pobres
de espíritu con los grávidos.
Ellos no lo saben…, ni tú tampoco,
pero hay algo, algo muy profundo
y sideral, que une
a todos los humanos.
Algo que consubstancia al niño con el perro,
con el trompo, con el árbol, con la piedra.
Algo humilde y dulce
como un incompartido secreto infantil.
Tal vez sea Dios,
tal vez sea amor humano.
Ni tú lo sabes…
Pero existe.
Es lo que te vuelve la cabeza
hacia una criatura,
una pena transeúnte,
un entrefollaje, un pájaro.
Es lo que ala tus hombros
en estos días de soledad
peatona por el parque.
Son sus nudillos los que abren
tu corazón a un jacarandá,
a un escaparate de juguetería,
a una sirena de barco,
al paso del habitual desconocido,
al derroche de luz sobre el verde,
al gris de una copa,
a estos anocheceres silenciosos.
Es lo que te habla desde un rancho.
Lo que te hace amar una voz
honda y fresca, de napa;
a un ajeno oso de felpa,
a la sombra danzante del aguaribay,
a la tazona del desayuno de la infancia,
a una muñeca sin ojos;
a esos signos de lo eterno, a esos
multiformes, multicolores, urgentes
llamados que Dios hace.


DESENCUENTROS

Si aireo, me circundan aguas y branquias.
Si inundo, me orillan atmósfera y pulmones.
Si apedreo, el vacío acida mis golpes.
Si aldabo, nada vela ni nadie está insomne.
Dolor de tiempo entre horas.
Dolor de paso entre zócalos.
Dolor de verdear entre ciegos.
Dolor de guante entre baldados.
Dolor de ventana frente a un puerto.
Dolor de noche de Reyes en un asilo de ancianos.
Dolor de seda entre manos leprosas.
Dolor de mascar raíces tiernas junto
a mandíbulas fieles al pan y a la sopa.
Dolor de reír en el blanco de un velatorio.
Dolor de arrodillarse en medio de una ronda pagana.
Dolor de recuerdo acurrucado en un presente de olvidados.
Dolor de araucaria faroleante, brazarera,
lejos del viento y de la nieve.
dolor de cuaderno infantil entre
textos de ciencias abstractas.
Dolor de adulto sonriendo a un gallociego de chiquillos.
Dolor de sábana de hilo en el lecho
de una pieza desalquilada.
Dolor inadvertido.
Dolor abortado como un grito de espanto,
por el puño de Dios.
Dolor, mi Dolor, Dolor huérfano y sin madrasta.
Dolor, mi Dolor, yo te amamanto.


HOY…

Hoy necesito al Dios de todos, hoy ruego en la iglesia común.
Hoy quiero alejarte, Dios mío, de mí porque urgentemente para
sobrevivir debo acoger al Otro.
Al que otorga comunes gracias y niega a mi
íntimo sentido de la vida.
Hoy rezo como una muchacha cualquiera.
Mi pedido es humilde.
El pequeño pedido de un huérfano en el asilo:

“Dios, deseo ocupar un pupitre soleado en estos días de agosto”.
“Señor, haz que la Hermana consienta; Señor, por un día
dadme un asiento cálido”.

Señor, por un día deseo interrumpirme.
Yo sé que pido un milagro; pero es humilde,
de huérfano asilado.
No tengo padres, ni tiernos recuerdos, ni atisbo otro horizonte
que un muro ocre, musgoso y abroquelado.
Soy vegetalmente triste. Verdeo silencio melancólico de sauce,
y por innata gravedad el perfil doliente de las cosas, de los seres
me está predestinado.
Yo sé, yo cargo todo esto, Señor, con la misma unción
con que los fieles tus imágenes.
Pero hoy quiero mirar el asilo desde el pupitre soleado.
Necesito sentir la sangre y no la muerte de la madera
bajo las palmas. Ser feliz como
si a la salida me aguardasen dulces preguntas maternales.
Y que la estéril boca frutezca la granada de la risa.
Te lo pido a Ti, Señor de todos, porque mi Dios
no realiza esta clase de milagros.
El Dios que siento ama con tanta intensidad
y tan profundamente lo que Él ha creado, que respeta
perfectas a la ceguera, a la lepra y a la muerte.
Él prefiera como un abuelo narrar al asombro, al dolor y a la angustia.
Él entrega, en palabras, el Universo a los no videntes,
a los enfermos, a los torturados.
Mi amado Dios es un sabio viejecillo dulce, un abuelo
infatigable repartiendo golosinas, sonrisas, historias, duendes,
signos, lápices de colores, respuestas, juguetes, símbolos
entre sus pobres criaturas ciegas, paralíticas, solas, taciturnas,
llorosas, benditas y endemoniadas. Entre sus nietos helechales.
Pero Él no podría nunca concederme ese pupitre soleado.
Hoy confío en Ti, Dios de todos, no me rechaces.


A LA INFANCIA

Tú, Infancia, a quien tuteo con el
arrodillado tú con que se habla
a Dios y al alto destinatario
de una carta. Vuelve a mí
con tu sentido íntegro de página
sin tachas, pero humana.
Tráeme ese mirar de ventanas
sin cristales. Esa clara pupila
de criatura deslumbrada. Esa
sensación intransferible
de dichosa nostalgia. He de creer
en la varita, en el duende y en el hada.
He de gozar la tristeza, la alegría y la ignorancia.
Pero retorna.
Te espera la bienvenida alborozada.
Ni un reproche, ni una pregunta.
Un irme por tu calle arbolada como
desde una abrupta siesta
rueda el cansancio hasta la inmóvil,
polvorienta sala.
Sobrevivo sólo para reencontrarte.
El desolado pájaro busca
la primaveral rama; aquella
misma que lo inició en sus alas.
Hoy deshilacho melancolía
de sauce, y lloro
vuelta hacia tus aguas.
Las de la magia de semilla
que se rompe en lenta planta.
Desde la entrefronda del sueño
atisbo tus guiñadas. Pero
si despierto, me abandonas.
Vuelve, y tómame de la mano…
Yo he de abrazarte con pasión
de tierra a los pies que nuevamente
a ella bajan.
Será simple el reencuentro;
sin sorpresa, ni gracias.
Un aire de jardín invadiendo la pieza
largamente cerrada.
El hallazgo de la voz
con la palabra.
Vuelve a mí. Te espero
desde tu partida.
Soy un íntimo exiliado desde
que se cerró tu cancel a mis espaldas.
No abandono el zaguán porque
quiero vivir en tu casa.
En esos anchos corredores umbríos.
En ese mundo de ilógicos sentidos.
Una aljaba con respuestas en las sienes
por si ajenas preguntas las sitiaban.
Sin más futuro que el imprevisto
camino que la pelota traza.
Y el pasado muriendo en el cuaderno
como una golondrina extraviada;
mientras en presentes estíos
alborotan sus hermanas.
Dormirse cada noche
en cinco de enero y despertar
al seis cada mañana.
Las piernas enredándose en las moras,
y los dedos en las siestas de payanca.
En la orgía persistente del estío
multiplicar los voraces
gorriones del capricho.
La lleta del miedo resolviéndose
en troncal osadía.
Y esa dicha propia, esa
dicha blanca. Esa dicha
convexa y hechizante como
una cúpula enlunada.
La calle no seduce
a la angustia, desnuda
bajo el sayal de certidumbres.
Supuro añoranza como un muro
al mediodía, reverbera fantasmas.
¿Debo morir para recuperarte, Infancia?
¡Tal vez muera en Lázaro y
Jesús repita su Levántate!
Pero sólo se retorna
a lo que más se ama.
Lázaro: a la vida.
Yo: a la Infancia.


HOY, AMIGO MÍO…

Hoy, amigo mío, ha estado usted en la fiesta vegetal.
Hoy mi cuerpo fue su hospedaje.
Me sentí liviana y verde, una rama de las tantas cimeras,
y en el viento duré la tarde.
Esa tarde de libro de estampas.
Tarde para ahuecar las manos y gritar al río,
a los troncos, a los transeúntes, el íntimo mensaje.
Tarde de ocho años libres y traviesos o de sesenta vegetales.
Y me rezagué entre esa gente que me esquiva o salta.
Y tuve su sonrisa, su gentileza, su gesto
y actitud paciente, para con los que me niegan.
Usted ocupaba mi monacal pieza. Usted abrió de par en par
sus ventanas. La del sur a la cruz, la del este
a la esperanza, la de la brújula a la aventura,
y el dintel violeta auroró retoños.
Hoy fui megáfono y semilla.
Hoy despilfarré mi alma.
Hoy brindé con todos.
Hoy hablé a los seres con esa confidente voz
con que cotidianamente tuteo a los troncos,
a las plurales ramas, a las bíblicas copas, al nimbado
aire de las plantas.
Hoy no dejé huellas por la misma razón
que no las deja el sol o un villano.
Porque mi rosa de los vientos fue rosa enventada.
Porque mi rosa de los vientos hoy fue viento
florecido en todos los cardinales.
Hoy, las invisibles presencias que tanto amo
cedieron sus reclinatorios a las evidentes.
No iluminé a las vidas con mi habitual
vara mágica. Las fui reconociendo
como aquella viejecilla lavandera a la ropa lavada;
una a una y cuidadosamente, con temor respetuoso
de ensuciar tanta blancura.
Entre camisas y toallas aparece
el pañuelo que flameó en alguna borda. Siempre
oficia una funda que supo de insomnios
o una cortina, de lágrimas.
Hoy tuve la ternura vegetal del sauce;
y con su verde, verde doliente, sobrellevé la vida
porque un animal estío cruzó, al galope,
mi virgen otoño. Una retozona primavera
multiplicó travesuras en la tarde.
Mi buhardilla tuvo un dueño inesperado.


AL PECADO…

Intenso y fugaz placer en el pecado (que no es pecado), yo te canto
y te celebro desde esta pureza musical de reclinatorio.
He retornado a la soledad amada, naturalmente,
al igual que la raíz, súbitamente volandera, al suelo.
Traigo una pureza de canto rodado,
redonda, espejera y suave;
me dejo llevar por las aguas arroyeras
de esta serenidad extensa.
Presentía placer en el pecado (que no es pecado)
que tu órbita breve y encendida
violaba a mi cielo anochecido,
pero, cobarde, me aferraba a tu vertiginosa carrera
como el grito de un chiquillo al cohete multicolor.
Has caído, en arcoírica lluvia, dejándome nocturna,
estrellada, en un humano silenciar,
guarecida por Dios como una comulgante.
Bien venido y bien partido, placer en el pecado (que no es pecado),
herida de estilete, profunda, certera, recta al corazón,
yo te elevo mi alabanza.
Hasta siempre placer en el pecado (que no es pecado),
hasta siempre; desde mi delta
dolorosa y bellamente ganado, te despido
con un adiós adulto, tierno, casi severo
de abuelo al hijo del hijo de su sangre.


LA VOZ

Después de fugaz extranjería, hoy me apropio.
En comulgante contemplo, nuevamente, la vida.
Es necesario enumerar, enumerarlo todo.
Los tejados, el musgo de las tapias, el caer
gris del tiempo ciudadano y el primaveral del campo.
Necesito nombrar a las muchachas de las calles suburbanas.
A los trenes rumbo a lo desconocido,
A los esqueletos de puentes y a las cercas, al ligustro
de las quintas brumosas.
La tarde desde el tren. Y esa lluvia áurea que asciende
de los follajes y asperja ómnibus y tranvías.
Es necesario enumerarlo todo.
Como en un catálogo las cosas se explican solas.
Y su verídica esencia luminosamente se revela.
Acojo, uno a uno, los símbolos. En comulgante.
Piadosa y honda como una mirada vidente
recibo las ciegas que me buscan.
Pinos y plátanos. Barreras y cielo crepuscular.
Baja la luz y vuelan las sombras hasta el más allá
de las preguntas. Mientras, el incienso
de la serenidad las atemoriza.
Dialogo con los ángeles y a Dios hospedo.
Tengo una intimidad de confesionario, secreta y perdonante.
Y las sienes dóciles a la maravilla.
Necesito nombrar a todo lo fugaz, a lo diminuto,
a los infinitos trémolos humanos, a los infinitos
pulsos de las cosas. Con mi voz de custodiante de lo divino,
pronuncio nombres y los seres y las cosas
emigran a Dios como al amado estío.
Digo: casa, techo, rieles, auto, puente, yuyo, tronco,
acera, noche, piedras, ventanas, subterráneo, negocio, río…
Y sé que digo: Dios.
Me regocijo dulcemente como en la infancia
cabalgando una escoba. Galopo
un sueño por el gran sueño del Universo.
Me arrodillo ante un carro, un vagón, un aviso luminoso,
una mirada triste, una criatura, un rascacielos de ruidos.
Cruzo las calles con la divina confianza
con que el pequeño comulgante regresa al reclinatorio.
Llevo la hostia. Llevo a Dios en mi cuerpo.
Y Dios contempla a través de mí.
Ve a sus amados y les sonríe.
Me encuentran en aquel zaguán, en ese perro,
en aquella verja, en ese sauce, en la torre del barrio,
en el patio provinciano, en el tazón, en la frase simple,
en las sábanas, en los nidos, en un estibador,
en un muelle hollinado, en la zona pintada
de una grúa, en las recovas, en un conejo de felpa,
en la aurorera leche, entre el chirriar de vehículos.
En una cuneta, en el gallo de los vientos, en los
cables telefónicos, en el trigo, en las amapolas,
en una pobre pieza de hotel, entre las mujeres
agobiadas por la miseria y tantos hijos.
En un malvón balconero, en la otra mano
del pobre ciego de la campanilla.
En la meticulosidad del padre humilde,
en la alegría de una adolescente,
en la angustia de los que sufren, en la benevolencia
de los que ya no marchan pero sienten,
en una calesita esquinera, en la botella púrpura,
en las meriendas apresuradas, en las puertas abiertas,
en las tristezas irredentas, en la condenación,
en la locura, en el para qué, en las certidumbres,
en la avidez, en el vicio.
Porque ahora escucho, siempre, la voz…
La voz dulce que me narra lo que es la vida.
La busqué por calles, por gente, por anestésicos,
por páramos, por fantasmas, por volúmenes, por padres,
por esquinas, por ancianos, por lugares…
Y era en mi alma donde, la voz, dormía.
Ya no busco porque ahora sé que no nací para escuchar.
Que mi voz es un prónubo del secreto de la vida.
Repetidas heladas la crecieron
hasta la natural redondez exacta.
Mi madura soledad es un expósito inaugurándole
a la vida, un apellido.


DEBER HUMILDE

La copa busca al aire, la raíz al suelo,
el perro y la gente se echan a las calles,
las mujeres a las tiendas y a los escaparates,
el rodado al arroyo, la vaca al campo;
con la misma natural gravedad yo caigo
a los seres humanos.
Paso entre ellos como el viento entre follajes,
despierto cascabeles y arterio múltiples sangres.
Hay que dar lo mejor de uno mismo,
y por eso me doy en acicate.
Mi verdad es un reactivo,
se azula en álcalis y
enrojece al ácido
para cumplir el deber gozoso
que Dios me destinara.
Juego con una criatura,
hablo con las señoras,
compro flores al viejo de la esquina,
doy una sonrisa, una palabra,
un mirar, un gesto amigo
a las transeúntes almas
con la misma ternura,
con la misma plenitud,
con que la madre da el pecho
a su primer hijo.
Siento que vine al mundo
a cumplir una órbita prefijada.

Un derrotero sin meta final,
pero cada etapa se cierra
con broche de oro como
esos arcones de noble madera
y fino olor a siglos y nostalgias.
Paso y fecundo un ensueño, una hendrija,
una creencia, un deseo,
una verdad lázara,
otras dudas, algún escándalo.
Para serena cas ángel,
de puntillas y sin manos,
y suenan a bronce los demás,
lumbreros, rotundos, iluminados.
Me siguen sin pasos, en recuerdo,
en amor, en odio,
en espera, en mirada.
Cuando he cumplido parto sin despedirme
como un matiz del crepúsculo.
Me dejo a mí misma con la celebrante
alegría con que el sol se demora
entre cristales.
Suenan a fiesta las almas
y se arcoirisan sin mordazas.
Dios me destinó el mismo deber
humilde de la primavera:
verdecer lo pardo y
purificar la sangre.


SI GANÉ ALTURA…

Si gané altura fue vegetalmente.
Lento dolor de semilla, lento dolor de tallo,
lento dolor de raíces, lento dolor de ramas,
lento dolor de follaje,
resueltos en dolor cimero.
Pagué tributo de árbol.
En el tonel de la cotidianidad
se añeja el vino de lo eterno.
Cuando llegue el gran estío, el del fruto,
romperé el roble y brindaremos, hermano vegetal,
como amantes predestinados desde el génesis
a encontrarse en un lugar y en un preciso instante.
Y mi voz sonará verde; en vez de hojas echarás palabras.
La herrumbre de la sangre otoñará tu savia;
en vez de arterias tendré nervaduras.
Columnarás un tronco nuquero, sin corteza
y sobre mi piel, los enamorados tajearán nombres y fechas.
Dejarás huellas de pies y mis cabellos enraizarán el azul.
Fecundará mis labios el polen de tus flores
y besarás al viento en vez de acariciarlo.
El fruto…, los dos en el fruto
como en un hijo gestado sólo por Amor.
El fruto no nos pertenece;
es lo eterno nacido dentro del tiempo y del espacio.
El fruto vacila como un globo infantil
entre la tierra y el cielo.
El fruto es el signo de interrogación,
recto a tierra y redondo hacia lo alto,
con que la eternidad abre su gran pregunta a cada ser.


PARA EXISTIR…

Para existir me valgo del tiempo y del espacio
como la poesía de las palabras.
Tomo una hora y la nimbo
con sólo usarla.
Transito lugares comunes
poblándolos de campanas.
Me siento en un banco
y rota a su alrededor la plaza.
Alzo los ojos y el cielo austral,
estrella a estrella me pide entrada.
Acaricio una criatura y reconozco
en su sonrisa, la del ángel.
A mi novena ventana la saludan
azoteas, cúpulas, verdes, muros
y humanos ademanes,
con un tierno adiós
de transeúntes a cualquier anciana.
A veces echo a correr como un potro
para voltear tanta belleza
que me cabalga.
O grito incoherencias,
o camino céspedes,
o busco la guía
de una pequeña mano que,
sin titubeos, como una varita
silbatice mi tránsito.


SOLEDAD, SI…

Soledad, si; amo la soledad
pero soledad de noche.
Madurada a la luz
y no en un cajón.
Soledad venidera de otro estío
como las golondrinas.
Soledad de noctívaras aceras
grávidas de pasos.
Soledad de vientre
que ha crecido un hijo.
Soledad de cúpula y
no de zócalo.
Soledad blanca,
con multicolor blanco
de un trompo vertigirante.
Soledad serena,
con la lujosa yacencia
de la diestra del artesano.
Esquina en soledad,
nativa del encuentro,
del imprevisto y del milagro.
Soledad como un baldío,
con infancia.
Soledad como un anillo,
con carne.
Soledad como una nostalgia
con ausente.
Soledad, sí; pero de la amada.


TENGO…

Me van demorando algunos niños;
aquel ciprés; una ternura espléndida;
voces lejanas y navíos;
una desolada nave de iglesia;
algún urbano terreno baldío;
esa pura mirada en la muchacha
malograda entre naipes y vestidos.
La calle gerundia a mis participios
aunque melancolicen las ventanas
un pobre interior, tras los vidrios.

Tengo… interior de conventillo:
manchas de humedad, cuartos sin aseo,
alegrías y malvones raquíticos;
pocas ambiciones, mucho dolor,
altura, goteras, grillos
aurorando los rincones, ternura
rechazada, hambre, palidez;
libertad para oír, ningún prejuicio;
enemistad con el oro y las cifras;
convivir de diversos inquilinos;
noches magas de criatura, y los seis
de enero: los zapatos vacíos.

Tengo un pasaporte a la soledad
que no uso porque en su aire pervivo
expectante e insomne, sustantivada,
como un follaje contra el río.
Tengo una honda certeza de retraso
que aljiba mis respuestas al estío.

Tengo una ternura cruel, distraída,
para los padres, la gente, el vecino.

Tengo una cotidianidad de sauce
convaleciendo su verde en el río.

Tengo, por las mañanas, un milagro
que se concreta en ángel de espinillo
o reverbera escenas de mi infancia
enhebrando un collar de paraísos.

Tengo un oso de felpa que recuerda
las noches sin reloj, más que mi olvido.

Tengo una voz oportuna que narra
la niñez de un antes desconocido.

Tengo siempre a la angustia como huésped;
la caja de acuarelas entre libros;
una entrada permanente al estreno
de la luz en múltiples sitios.

Tengo reputación de primavera,
bien merecida, entre los míos;
una desmesurada propensión
al otoño me lazarilla a lugares
humildes, donde las mujeres
paren cada nueve meses un hijo.
Tengo la gran pregunta sin respuesta
aunque no importa, si contesta un niño
me salvo de caer al vacío.

Tengo la pena del adolescente
que aún sueña con entrar a un circo
entre camaradas que cuchichean
experiencias en lo, hasta ayer, prohibido.

Tengo en el umbral a las cosas propias
porque para vivir no necesito
más que humana forma, a la emoción,
y mi sed esponjera de infinito.

Tengo soledad, árboles, barrancas,
viento en las tardes, horas sin testigos,
un poema en el césped, una manzana,
cielo con barriletes, y, ladridos.


SIEMPRE…

Siempre en estado de gracia
como si esta luz sobre el río,
los follajes y mi soledad
esquinara, paso a paso,
la recta vida.
Siempre esperando al desconocido
que ha de decir de súbito
y a nuestras espaldas,
la palabra clave;
la que en la infancia se ansía
en vano de la madre.
Siempre recibiendo mensajes
de lo eterno,
traídos por unos ojos,
por el viento de los árboles,
por ese polvo áureo de las tardes.
Siempre aguardando la presencia
del custodiado, hora a hora,
desde nuestra casa,
para confesarle
la infidelidad de sus amantes.
Para revelarle nuestra antigua
y apasionada amistad
con la luz, el río y la angustia.
Con un miedo alegre,
ese miedo gozoso
que a los seis años
sentíamos en el circo.
Miedo de que la luz trapecista,
en un descuido, ruede quiñapo.
Miedo por la soledad “ecuyere”
que en un segundo cae del caballo.
Miedo de cabalgar tan fogosa vida;
miedo celebrante, miedo en fiesta,
miedo arcoíris, pero miedo…
Siempre acodados en la aventura
con ese gesto tristealegre
del que antes de partir,
ya presiente la nostalgia.
Siempre murmurando palabras
en el viento,
villanos que tercamente
plumean las mañanas;
que nadie advierte
que a Dios heralden.
Siempre debutando;
siempre en después del éxito,
del humilde e incompartido éxito
de amar lo eterno
que en cada ser y en cada cosa vela.
Siempre dialogando
con el íntimo ángel,
hasta que un buen día
monologuemos en voz alta,
entre la compasión
de lo que compadecemos;
o tal vez nos liberen a un manicomio,
en donde los manos no se maniatan,
los ojos contemplan de frente
y sin terror;
donde se es un animalillo brindante,
con todo el cuerpo, el alma,
con divina locura reverente.
Siempre sustantivando
a la vieja creación,
como a las estrellas,
como nombres que la intimidad
pare,
y a los que sólo Dios comprende,
porque nuestro vocabulario
es ingenuo, propio, taquigráfico;
de criatura pequeñita,
de luna en las barrancas,
de aguaribay al río,
el humo de cualquier chimenea,
el de la intransferible identidad,
el del mapamundi,
el de la escolar pizarra.
Siempre intercambiando sangres:
la del río al árbol,
la del animal al fuego.
la de la luz al alma;
porque así y únicamente así,
las cosas y los seres
primaverizan sus destinos
y comulgan en el tiempo y el espacio.
Siempre cerca del zaguán
y del teléfono,
en inconsciente espera.
Tal vez el nudillo de Dios
golpee…
Tal vez la voz de Dios
nos hable…
Siempre en íntimas actitudes
de sirvienta:
el oído en las puertas,
bajo las ventanas;
la mirada
por las cartas, por los cerrojos;
las manos
en los cajones, en los roperos.
Siempre hurtando
al benévolo y pródigo Amo.
Siempre echados en el centro
de una populosa ciudad,
solos, vacilando
entre cruzar o no la calle,
con terror de caer
bajo unas ruedas,
de morir sin cielo, sin adiós.
Con terror de niño provinciano,
de mensajera extraviada,
de perro perseguido.
Siempre en el umbral
de la dicha terrena
como el auténtico mendigo
del pórtico,
al que Dios sonríe
pero los fieles olvidan.
Siempre respetando el protocolo
de la luz, de los muy humildes,
de la lluvia, de la rayuela,
de las golondrinas, de las coníferas,
de las sombras, del cuarzo.
Siempre en caracol,
con el laberinto a cuestas
y los cuernecillos tensos al estío
inalcanzable de las copas,
rumiando agostos por las piedras.
Siempre muriendo bajo
la cotidianidad de los otros,
como una joya bajo el mediodía.
Siempre salvando realidades
entre las ficciones
que fantasmea toda
casa de enfrente.
Siempre enfriándonos
junto a cenizas
que los demás calientan.
Y esta pena
de que nos rechacen
los duendes acercados
al común fuego.
Esta pena silenciosa
que se nos va de los labios
en vegetales rezos.
Esta pena
que se nos va despacio,
enredando sus enaguas puntilleras
en cualquier recodo de la tarde.


EL RECUERDO…

El recuerdo es la savia del presente.
Tengo el alma vegetal, aunque
el tiempo, el espacio y el vecino me vean
crecer, por agregación, como una piedra.
Me sube desde la raíz en velero verde
una plenitud que las cimeras ramas proyectan.
Les dejo a los demás la sangre
y cargo el nimbo y el carozo
de cada ser y de cada cosa.
El árbol de cada nuevo día se nutre
de los pasados, como una mirada
nueva de las usadas.
Crezco un caos multiforme y arcoírico;
soy un retazo de gran ciudad al mediodía.
Rojos y aristas, gritos y tallos,
piedras entre pasos, grises y ómnibus,
niños y ruedas, muros y follajes,
palabras, vacilaciones, azules,
despedidas de manos y de bocas,
sirenas, mendigos, escaparates.
Yo sé que la vida me confía
su eternidad como un espurio.
La vida es una pobre mujer mal reputada
que la sociedad acusa.
En medio de cualquier calle, frente al río,
bajo una noche o encima de la tarde,
recibo su plena, pura, recién nacida.


CADA UNO DE NOSOTROS…

Cada uno de nosotros es un vidroecomes
bebido entre múltiples y diversas circunstancias.
No pretendas elegir lo que le está prohibido
a tu ser de gusano o de estrella.
Entra en la vida como en una tienda;
deja que te acosen a preguntas y ofertas
pero detente junto a lo que deseas,
tal vez, si no tienes dinero, te lo regalen.
Y si nada te enamora, espera;
ya sonarán a llamado las campanas
de alguna iglesia, o un silbato de tren,
o unos ojos transeúntes, o una fragancia
antigua, o un recuerdo olvidado.
Espera, que ya han de beberte
las bocas que te están predestinadas.
Alcohólicas de marineros,
dulces de niños,
mezquinas de traidores,
pintadas de mujeres,
sucias de pobres.
Pero aguarda, tal vez, los últimos labios
que te apuren sean los de Dios.
Después que Él nos bebe, los demás
nos rechazan como al ácido: quemamos.
Pero siempre serás agua
para el pez, el vegetal y la piedra;
porque a ellos… a ellos
únicamente los bebe Dios.


ELLA…

Ella es el mar: natural entrega rechazada.
Porque no se transparente la creen insincera,
y ella… ella es toda de agua.
Si la realidad sueña el sueño de sí misma
dentro de la muchacha,
ella no lo sabe.
Desde niña así la amaba,
y este amor ilumina misterios
que se niegan a las otras miradas;
y este amor, sin preguntas ni ruegos,
los frutece en rielar de muchacha.
La gente acepta la realidad extraña
a sus raíces que crecen y mueren
rogantes.
Ella se abandonó a la vida que arrulla,
como en la infancia
el regazo mágico,
al que todo desciende bellamente real
desde el hada y el duende
hasta el sueño inesperado.
Le circunda la frente el nimbo
natural a la nieve y al agua.
Los niños, sin empinarse,
le vuelcan sus confidencias
y comprenden sin asombro
las que ella reparte.


VEN A MI CASA

Ven a mi casa.
Hablaremos…
No de libros, ni de bellos párrafos.
Hablaremos de la luz
sobre el río y las barrancas.
De aquel chicuelo,
miniatura balanceándose
entre los senos de la tarde.
Del júbilo natural
frutecido en un cachorro,
en un grito lejano,
en el viento irreverente,
en un auto, en un rojo
audaz y momentáneo,
en la súbita carcajada
de alguien que pasa.
No hablaremos de poesía,
ni de música, ni del arte;
porque
entre tu sillón y el mío
media poco espacio;
porque
tu mano y mi mano
comparten no sólo el aire;
porque
yo siento que miras
lo que miro,
miraré o ya he mirado;
porque
los nombres con mayúscula
son el ogro para aterrorizar
a la gente que mató
a su infancia.
Porque
junto a ti huelga
reivindicar a la vida plena,
al sueño, a Dios, a la angustia,
a la melancolía, al amor,
al amor…, al amor…
Porque
el río festeja,
la vida agasaja,
los árboles brindan
con nosotros
celebrando
un común acontecimiento.
Porque
no nombramos en latín
a lo cotidiano.
Porque ya somos dignas
de decir sin ditirambos.
Hablaremos
de la friolenta penumbra
que sigue
al sol por los ramajes.
De la fineza con que grava,
el azul-gris, el lila-pizarra,
nuestros hombros de muchachas.
Y de tu pelo,
estrechando
con sus manecitas
amarillas, crujientes,
a las deportivas de los plátanos.
Y de los barriletes,
fotografiados
en su perfecta actitud
y en su perfecto espacio.
Del caballo,
eligiendo ilesos verdes
entre las víctimas de la helada.
De aquel barquichuelo
veteador de puntasecas
y celestes bien lavados.
De alguna voz
desvestida y nítida
como una rama
en los cimeros claros.
De nuestra atmósfera
hermana del incienso,
del reverbero y de la bruma.
Y de esta plenitud
de gesto melancólico,
como un memorizado mensaje
de amor
que las manos rompen.
Y de las gentes
que profanan la maravilla
con el despreocupado paso
con que pisotean
el césped de las plazas.
Y de tu soledad
y de la mía,
diferentes, pero hermanas
que del brazo parten
al encuentro
de sus amores desiguales.
Y miraré tu adiós,
mano y corazón en mástil,
desde mi muelle al que enluta
la quilla rota
y el fondo sin pescados,
de alguna barca
que al amanecer botó esperanzada.
Y has de volver
aunque nunca
te hable de mi amante.
Aunque me veas
guardar, cuando entras,
el lápiz y las páginas.
Ven a mi casa…


A UNA MUJER

Yo contemplo tu vida, mujer, desde la mía
y transito por tu alma sin vientos.
Los demás te miran, mujer,
como a una casa ajena, pero yo me hospedo.
Entro en su cotidianidad y amo sus trajines.
Tienes un fervor que nimba tus gestos
y una dulce manera de adolescente tímida.
Hablas del amor, de la vida, de la gente
como de Dios, con respeto y alabanza.

Tu sonreír es la disculpa que a los demás
pides por ser tan pura y tan apasionada.
Arremansan frases tus silencios
y abandonas tus ojos en cualquier mirada
con la misma ternura con que respondes
a las innúmeras preguntas de tu hijo.
La vida te teme porque la dominas
como a las serpientes, con una flauta.
Y el dolor te sigue en perro fiel,
aunque lo maltrates.
Tu carne agüea reflejos opacos
de noble madera, pulida por las horas
insomnes de ilusiones asesinadas.
Aceptas las crueles verdades como a los juguetes
que tu niño te vuelca en el regazo,
pacientemente, sin fastidio, resignada.
Vuelas pasos mientras los demás los marchan
y flameas cuatro verdes en el trebolar diario.
Asomas la cabeza al nuevo día
y se corola la luz en el cáliz que ventanas.
Mujer, yo te contemplo
desde mi soledad y te celebro.
Mujer, ya no mujer,
carne en la cruz, imagen sagrada.
Enfrento tu altar y si no me arrodillo
es porque mereces que toda una estatura
bendiga tu estar de árbol y tu ser de fruto.


LA PEQUEÑA MUERTA
“Tierra: pesa poco sobre ella, que ella ha pesado poco sobre ti”
(Epitafio escrito por Marcial para el sepulcro de una joven)

Su paso fue el demorado adiós
de las partidas sin regreso.
Balanceo de marinera pluma
en el aire sin muelle.
Tenía esa manera triste
de estar de trigo ya segado.
Desde sus ojos asomaba
un joven sauce llorado.
Y ese quedarse en la penumbra
viva, deliberadamente,
con la intuición del helecho
enamorado de su verde.
Y ese quedarse en la penumbra
viva, deliberadamente,
con la intuición del helecho
enamorado de su verde.
Su valiente afirmación del vivir:
el de una mensajera mal herida
que ha de llegar al suelo patrio
aunque guiñen las balas enemigas.
Era la tarde de su vida
amaneciente, una inocencia
de linar transitado por
la vieja emoción de la lluvia.
Y sin saberlo, y sin que nadie
lo dijera, se presentía
su caer tempranero
en el interminable sueño.
Un olor de azucenas tibias
le auroraba ya el cuerpo.
La palidez del duraznero
me la crece en paisaje.
Una primavera hacia adentro
descorcha botellas de antaño.
Con ojos de pasto mojado
leo esquelas de sus manos.
Yo no sé qué ritmo seguían
dentro de ella, los seres y las cosas;
pero dio por la noche, estrellas
y en los mediodías, penumbra.
Fue tan igual su envés enfermo
al sedoso anverso cotidiano
que aun estando entre nosotros
la sentíamos un rezago.
Convicta y confesa de soledad
en su desarraigo presente,
a orillas del consentido destierro
pisaba con el corazón descalzo,
cuando alados coturnos reclamaba
ese existir de pez y pájaro.
Se fue sin arrojar el ancla
porque la tierra es tierra y no agua.
Tenía pocos años, la trémula
sonrisa y la mirada
del para siempre exiliado
al flamear de las banderas.

Hermética, en el exánime clima
de lo irremediablemente ido,
arbolea muy alto
en el horizonte del olvido.
Su tangible emoción de medalla
campanera convoca, al pecho,
bajo el tosco tejido del presente
y la seda del pasado.


A LA SUICIDA

Ese ahora, esa realidad que no sientes;
ese laberinto en que te dejan
como a un turista, los pueblerinos hechos.
Y no puedes huir, no hallas salida.
Un ir y venir de desencuentros.
Quieres irte, repentinamente,
como parte el minuto.
Aunque las circunstancias pendan.
Aunque mil miradas de la tuya cuelguen.
Irte de súbito, sin previo aviso,
en velero hacia nuevas tierras.
Dejar el puerto como se abandona,
en el mañana del viaje, el ajeno lecho.
Un maletín con los ya eternizados sueños
y la esperanza de llegar a la patria.
La que se pisa con el pie descalzo.
La que nos duele íntegramente.
Bautizar cada cosa, cada instante,
con champagne del alma,
y sentirse bien lanzada flecha.
¡Ah!, irte prematuramente,
ausentarte a la muerte,
antes de petrificarte, antes de que lapiden.

Tu auténtica vida fue aquella muñeca
del escaparate que en junio empezamos
a contemplar hasta la noche del cinco de enero.
Alguien se llevó tu elegida, y el seis
abrazaste a otra no amada.


QUIERO…

Quiero que te equivoques ante mí.
Quiero hurtar errores. Los presiento
y bien recibo.
Un error encarnado o un error dicho es tan
maestro como una hierba empenachando una roca
y un mentido mar de caracola.
Ven y dime, o ven solamente.
Déjame a mí la tarea de elegir, de comprender.
Déjame que halle, admire, sonría…
Que, si el nido no nace del árbol, sus ramas lo amamantan…
Que, si al tazón aurorero no lo crece la mesa de pino,
en la mesa de pino lo bebemos…
Te espero, en búsqueda vivo.
Las cosas se me confían, ¿por qué no tú?
No te pido una mano, ni sonrisa, ni ternura, ni momentos.
Quiero verte, escucharte.
Déjame como al reloj, tu tiempo;
que sus horas te viven, aunque lejos de él marches.
Que tus errores me depuran como
un espejo en frondas, al rostro curioso.
Que los errores revelan más y mejor
que una verdad.


LAS VEO…

Las veo bajo el neón.
Las veo bajo el neón.
Revolotean la noche alrededor de una luz fría.
(Allá en el río hay viento, hay rielar y
parpadeos de la vecina ciudad).
Beben y ríen, cencerrean un corazón de metal;
dejan la pintura de sus labios en un borde de copa
y no en los únicos labios
de algo o de alguien que les está predestinado.
Dejan las manos sobre una mesa, en medio de maníes.
(Allá, en el río, en la barranca, hay follajes,
hay troncos que acariciar y el gratuito cuerpo de lo eterno).
Matan antes de las veinticuatro, a la noche.
La asesinan entre todos como a un anarquista profético.
Algodono con el puño mi alarido de terror y de pena.
La noche se muere entre brazo sacrílegos y, allí, se agusana.
Esta gente que pare anémicos actos,
gestos heredados, palabras repulidas;
estos seres sin vientre, incubados incubando
huevos que otra gallina gestó alegre y dolorosamente.
(Allá en el viento costero, grita la vida su llamado
como un niño buscando a la madre en un gentío).
Marchan en cardumen, pálidos, viscosos,
feos, con una fealdad de escritorio
ahíto de cifras, de cheques, de balances.
Clavan, con un alfiler herrumbrado,
junto a las demás coleópteras, esta noche
coriácea de pisoteados élitros.
Se sonríen y sus bocas espectoran
neón, licores, atavismos, pésame.
(Allá en la barranca aguarda
desnuda la noche, eterna amante,
que nos posee con besos de viento, piernas de agua,
brazos de luz, sudor de estrellas;
con candor de recién desposada.

Se van sin prisa porque nada ni nadie los desea,
porque en sus lechos agoniza el Amor.
Se van como víboras, fríos, rozando mesas y telas,
prontos a envenenar cualquier vital milagro;
llevan la sucia alegría del que violenta mil purezas
confiando en que nunca nacerá aquel que podría vengarlas.
(Allá en el río, en la barranca,
custodia la noche serena e insomne).
Hay entre otros maquillados, un rostro de muchacha
aún limpio de la común lepra.
Tiene una boca niña, con temblor de gacela acosada.
Me duele el perfil de esta muchacha;
Dios la predestina a un natural ser
y el mundo insiste en disfrazarla.

A esta muchacha debo pedirle la mano de su alma.
Debe venir conmigo ya que aún no se ha resuelto por una máscara.
Le hablaré de las cosas existentes, de sus diurnas voces
que resuenan en el río cuando la luz se acuesta.
Y me duele este hombre que veletea una cabeza sin cardinales;
este hombre dócil a cualquier viento
y que nació para uno señalado.
Esa muchacha…
Ese hombre…
Estas aguas con pepitas de eternidad…
Dios aún les reserva la noche fluvial.
La vida no se vende en los bares.
La copa de la vida brinda con la del árbol,
con la cuenca del ojo,
con el vaso del verde cáliz,
con el pote de la efervescente plenitud,
con el casco de la soledad.
La vida no bebe con los que la niegan, con los que la evitan,
con los que la huyen, con los que la mal reputan,
con los que la estiercan, con los que la silencian.
La vida festeja con champagne y se desayuna aldeana.
La vida persigue y ama entre follajes,
en las esquinas, bajo la catedral del dolor,
frente a la angustia, junto al íntimo confesionario.
La primavera canta dos meses después de la poda.
La primavera no redime al vicioso
duraznero que peca de infructífero.
La primavera es la vida auténtica;
esa misma que sube en el globo del niño,
en la plegaria de gracias;
esa que ahonda en los precipicios, en la angustia,
en la tierra semillada;
esa que dormita en el perro, el recién nacido
y la sensitiva;
esa que aúlla en la tormenta, en la creación
y en la angustia.
El Amor es el aire y la tierra de la vida.
En el Amor, por gravedad, hunde raíces.
En el Amor, por heliotropismo, bracea.
El Amor mira verde desde una rama.
El Amor mira azul desde la lejanía,
El Amor brilla desde la mica.
El Amor pregunta desde un niño.
El Amor sombrea cualquier siesta.
El Amor deambula, por ahí y por allí, como un apasionado.
El estipo de lo muy y bien amado
trae humedad y umbría;
sube su humo verde entre tallos
y llega al cielo sin pluralizarse.
Dios lo acoge como a un infantil rezo.
Su fervor rueda en luz sobre las sienes que minean.
Su voz, como alas de insecto, carga polen fecundante;
entra en las bocas, en los umbrales,
en las esperas, en las cercanías,
a libar lo que nadie,
y va efervesciendo vida a su roce.
El portal del Amor espera
en el constante estío de la realidad:
en el viento, en el río, en la noche.
Os dará la bienvenida si acompañáis a este heraldo.


TU POBRE ALMA…

Tu pobre alma está fatigada de jugar.
Tu grave alma quiere ir a la escuela, graduarse, dejar el escondite
y la mancha como cualquier nuevo adolescente.
Pero tu pobre alma está rodeada de crueles niños
que la persiguen entre risas y palmadas.
De crueles niños que la arrojan a lo más oscuro
e impenetrable del jardín, adónde ni la luz se atreve
y hasta su propio cuerpo es un maligno fantasma.

Tu pobre alma necesita que la abandonen en medio
de una mañana, sobre las barrancas.
Tu alma solloza por un césped, unas manos puras, un callar
dulce, una tierna compañía serena.
Necesita un ancho balcón al viento, a los jacarandaes,
y a Tu corazón, ¡oh! Desconocido que todos esperamos
sin confesarlo, con esa incertidumbre miedosa
con que se asoman a la mañana del seis de enero
los ya adultos diez años.
Tu grave alma necesita un buen vaso de vino,
un interior de hostería y ventanas al río,
a los follajes, a tardes de otoño, a recuerdos,
y a Tu rostro sensible, ¡oh! Esperado amigo, de lago
al que ha de jacillar en sauce, pájaro, azul y gacela.
Tu pobre alma está fatigada.


TE AGUARDO

Quiero que me olviden un poco
como la erosión a las catedrales
de Francia.
Como al velador
que transcurre la noche
iluminando una cabecera desocupada.
Quiero ese olvido de todos,
pero aguardo tu llegada.
Tú, a quien no conozco; tú
a quien espero
con esta tenacidad desbordante,
invicta, de catarata.
Te espero al fin de esta acera,
en aquella fronda de ventanas,
en el empezar de una frase,
al final de cualquier tarde.
En la más prevista circunstancia;
con rostro de hombre 
o con perfil de muchacha.
Pero te aguardo.
Eres el jeroglífico que, ante mí,
y sólo ante mí,
ha de aclararse.
Eres una cosa
a la que debo otorgar voz.
La primavera que cree
en el manzano de tu alma.

Mientras…
que no ofendan con monedas
tu necesidad extendida
entre otras diferentes palmas.
Que entren a sus penas,
a su templo, a sus goces,
a sus casas…
¡y no te exijan, a limosnas,
inmerecidas gracias!


SENTIR…

Sentir que la vida está en aquella barca,
despeñarse en su busca y llegar al río
cuando la barca es un diminuto pañuelo floreado.
Sentir que la vida, la propia, la íntima;
voltea florecillas, sacude follajes,
envesa plátanos, cascabeles, piñas,
cae con el agua de aquella vertiente.
Sentir que cualquier chiquillo la comparte;
que su bolita es un acto nuestro, multicolor,
brillante, sembrando la cuneta cotidiana.
Sentir que pródigamente parimos
como una bestia, sanos hijos.
Sentir que todo nos huelga y hasta incomoda:
la casa, la ternura en bruto, el sillón
preferido, la cortina, el velador.
Amar en los otros la porción eterna
que llevan: un anillo, una cicatriz,
una vocación, una espera, un dolor,
alguna melancolía, una pasión, y
esa inquietud y ese gozo ingénitos.
Amar la intimidad de todo porque allí,
sólo allí, mora Dios.
Amar a Dios en el Arte como
de chiquillos en la imagen del altar.
Y asomarse en ventana de mil cristales.
Escandalizar, con irisadas pompas,
el espacio grisopaco habitual
con la inoportunidad encantadora
con que las soplábamos a los ocho años
entre las muy ceremonias visitas.
Ser crueles, maravillosamente crueles,
como un espejo al mediodía estival.
Y sentirnos puros, claros, serenos,
despilfarrantes, casi dioses.


MONEDAS

Con moneda de flor se paga la belleza.
Fragancia.
Con moneda de cuarzo se paga el dolor.
Cristales.
Con moneda de pájaro se paga el cielo.
Alas.
Con moneda de animal se paga la plenitud.
Instinto.
Con moneda de calle se paga la búsqueda.
Tránsito.
Con moneda de calvario se paga la fe.
Cruz.
Con moneda de recuerdo se paga el amor.
Insomnio.
Con moneda de cigarrillo se paga el miedo.
Ceniza.
Con moneda de zaguán se paga la bienvenida.
Abandono.
Con moneda de árbol se paga la angustia.
Fruto.
Con moneda de baldío se paga la pureza.
Soledad.


NO QUIERO MORIR…

No quiero morir en la extranjera
calle, como la bien nacida música
de un concierto. Quiero dormirme
en niño, rodeado de sus juguetes.
En mi penumbra familiar, cercada
por las cosas cotidianas, junto
al mágico desfile habitual.

He de caer naturalmente, como
un carcomido muro baldío
que, en la ciudad, crece la transeúnte
indiferencia y la íntima
soledad angustiada. Que no más
necesita un simple trozo de tierra
para bien amar el sacro espacio
que prostituyen las casas. Del tiempo,
en confusas sombras, el muro le habla.
Cuando nada lo ciña será eterno:
una mirada de Dios entre las
innumerables cegueras humanas.


A TI, ANGUSTIA 

Con ojos de escondida y manos de mancha
ya perseguías, Angustia, mi niñez de plazas.
Te temí como al espejo, allá
a los feos catorce años.
Pero tú, impía, desalojaste al custodio ángel.
Lazarilla cruel, lazarilla perfeccionante,
¿hasta cuándo Dios te encomendó guardarme?
¿Hasta quién, hasta dónde
pretendes llevarme?

Déjame ya bajo la fiesta de un mediodía,
o dentro de un esférico dolor terreno.
Que en mi gótico interior ya no quedan imágenes
y las misas se rezagan en cumpleaños.
Que ya las primaveras no hacen nido
en mis cornisas de convento.
Que ya me amusgo en los miradores.
Que ya mi cuerpo recita de memoria
la verdad que los otros improvisan.
Que ya la gente mira mis sienes
con ojos de comulgantes o de pecadores.
Angustia, si me sobrevives, sé piadosa,
¡no te enamores de otra espalda!


JURO…

Juro por mi angustia
que la vida es bella y puede
soportar palomas cualquier cúpula.
Juro por mi angustia
que los malvones reivindican azoteas y hollines.
Juro por mi angustia
que las calles de la ciudad corretean
igual que las del campo.
Juro por mi angustia
que una presencia humana verdece
como un árbol, las esquinas.
Juro por mi angustia
que la luz no baja del cielo,
que sube de los niños, de los follajes, de la vida.
Juro por mi angustia
que la soledad es una novia a la que nadie desposa.
Juro por mi angustia
que el sube y baja de un destino
cupula noches de estrellas
y cava noches mineras.
Juro por mi angustia
que el llanto es el bandolero
que siempre hiere por la espalda.
Juro por mi angustia
que aun esperamos huevos de Pascua.
Juro por mi angustia
que un chiquillo es más abuelo que un abuelo.
Juro por mi angustia
que se recibe lo eterno como
un agujero al aire, sin interjecciones, ni intervalos.
Juro por mi angustia
que el pecado es un ridículo extranjero
para los habitantes del Amor.
Juro por mi angustia
que la realidad es Amor.
Amor a lo verde, a lo alto,
a lo dejado, a lo abstracto,
a lo palpable, a lo soñado,
a una mujer, a la fe,
al error, a un hombre,
a la tierra, a la sed,
a la soledad, al barro,
a Dios.


ACLARACIONES.

1. Bernardo Verbisky, nació en Buenos Aires un 22 de noviembre de 1907. Novelista, crítico y periodista del diario “Noticias Gráficas”. La más conocida de sus obras, “Villa Miseria también es América” (1957), dio nombre a los poblados de viviendas de cartón y chapas o maderas, término aún usado y puesto en debate por los académicos. Su novela “Calles de Tango” (1953) fue llevada al cine por Hugo del Carril con el título “Una Cita con la Vida” (1958); adaptada para la TV, con dirección de Sergio Renán. Falleció finalmente el 15 de marzo de 1979.

2. La obra original se imprimió con la editorial Peuser, en Peuser Patricios 567, Buenos Aires, el día 22 de junio de 1948.

3. Cita APA: Cartosio, E. (1948). Madura Soledad. Argentina, Buenos Aires: Peuser.

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